El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (41): Caminante

He andado muchos caminos y he abierto, a fuerza de andar, muchas veredas. A partir de cierta edad no he hecho otra cosa. Quizá sea esta la condición con la que había nacido, con la que había venido a este mundo. Uno no se da cuenta verdaderamente de sus virtudes hasta que no las ejercita, hasta que no toma conciencia de que su vida no tiene otro sentido. Lo importante es descubrirlo, porque hay personas a las que, por la razón que sea, les pasa desapercibido.

Ya desde mi época de estudiante me daba a los demás: no tenía ningún reparo en compartir con otros lo que sabía, lo que yo acaso hubiese adquirido a base de mucho esfuerzo. Puedo poner muchos ejemplos de entonces: mis compañeros de aula apreciaban esta cualidad mía, poco usual entre los alumnos que descollaban en los estudios, como era en aquel tiempo mi caso. Yo, ciertamente, no era egoísta ni, por consiguiente, sentía envidia hacia nadie. Aquella generosidad o disposición innata a la entrega me llevaba a actuar de aquella manera, sin que buscara nada a cambio, ni siquiera una señal o un gesto de reconocimiento. Me acuerdo de que disfrutaba ayudando a quienes no tenían tantas facilidades como yo para estudiar: les explicaba las lecciones o les corregía los comentarios que hubiesen hecho para que tuviesen una mejor calificación. A veces no era necesario que ellos me lo pidiesen; yo mismo, cuando los veía apurados, me prestaba a hacerlo con la mayor naturalidad, como si obrara por una costumbre de la que no podía prescindir.

Aquellos caminos de aquel tiempo no eran para mí enojosos; tenían de vez en cuando alguna dificultad o algún recuesto que salvaba con la animosidad que entonces me movía. A los compañeros de viaje con los que me encontré les serví de estímulo y de impulso; muchas veces se apoyaron en mí cuando les faltaban las fuerzas o siguieron mi consejo en momentos de duda o de indecisión. La experiencia fue provechosa, pues me permitió confiar aún más en mis posibilidades. Siempre que uno mantiene una actitud de servicio descubre que lo que da de forma desinteresada se convierte en un bien espiritual que reporta grandes satisfacciones; no es algo que se pierda o que se desparrame inútilmente, sino que es una semilla que germina en muchos corazones y que se multiplica en innumerables frutos.

Hubo uno de aquellos compañeros, Felipe, con el que coincidí en muchas ocasiones; anduvimos un largo trecho juntos e intercambiamos muchas impresiones. Era un ser pusilánime que tendía a hundirse ante cualquier contratiempo; una infancia sin padre lo había marcado para siempre, había determinado que fuese débil y que se viese amenazado por peligros inexistentes. Era, además, tímido, propenso a la soledad y al ensimismamiento. Se deprimía a menudo: solía decir que no podía sobreponerse a sus tribulaciones; le pasaba lo mismo que al que tras una larga caminata por un lugar escarpado desiste de su marcha y se detiene para no seguir avanzando, como si fuese aquel punto de su parada el final de su trayecto. Yo lo animaba, le decía que no se dejara dominar por sensaciones pasajeras, por muy firmes que entonces le pareciesen; aducía, para acabar de convencerlo, que en la vida se suceden las derrotas, pero que ninguna de ellas es definitiva.

Las derrotas, continuaba arguyendo, hacen más fuerte a quien las sufre: su corazón se vuelve refractario a ellas y la mente, después de padecerlas, aprende a superarlas con recursos que ella misma genera después de un periodo arduo de supervivencia. Felipe llegó a ser uno de mis mejores amigos, quizá el que más supo valorar mis condiciones. Con el tiempo, según comprobé después, logró vencer gran parte de sus miedos y de sus aprensiones. Hoy día es un psicólogo excelente, un gran profesional que ayuda también a otros a escapar de las angustias o de las penas que los atenazaban. La naturaleza humana es, en verdad, imprevisible: nunca se debe dar nada por perdido; si se confía en ella, se pueden obtener logros que se daban por imposibles; lo débil se torna fuerte y lo que parecía estéril se vuelve fecundo.

Yo no soy psicólogo, como Felipe. Cursé la carrera de Geografía e Historia y me hice profesor. Es un oficio, como se comprenderá, con el que también se andan caminos y se abren muchas veredas. Quizá sea esta en el fondo la principal misión del docente. La instrucción no es suficiente si no está bien enfocada, si no contribuye a la formación integral de la persona. Yo ayudé a muchos alumnos a descubrir sus propios caminos, a una edad, la suya, en la que se encontraban bastante desorientados: la falta de unos principios claros, la confusión de sentimientos en la que se hallaban envueltos y la atracción de ciertos reclamos sociales no les permitían ver lo que les era más adecuado, la dirección que habían de seguir para alcanzar algo provechoso. Tuvieron que desbrozar terrenos y abrirse paso a veces entre espinos y abrojos, porque nada es fácil al comienzo, lo que más cuesta siempre son los primeros pasos. El caminante ha de ser, ante todo, persistente en su marcha: tiene que superar muchos inconvenientes antes de que su avance se haga más seguro y constante.

De nuevo me vienen a la cabeza muchos casos de alumnos a los que he ayudado; de algunos es posible que conserve un borroso recuerdo, difuminado ya por el paso de los años. Es frecuente que en la enseñanza uno no se dé cuenta en su momento del bien que hace y que tengan que ser los propios alumnos al cabo del tiempo quienes lo recuerden. Esto me ha sucedido ya bastantes veces: me he encontrado con hombres o con mujeres a los que había dado clase y a los que no he reconocido por los cambios que en ellos se habían producido; después de saludarme de modo afectuoso, me han dicho, no sin cierta emoción, que yo había sido un profesor que los había marcado de una manera determinante. No es orgullo lo que me mueve al rememorar esto: simplemente trato de demostrar, con estos ejemplos, que nada es baldío cuando está destinado a otros, cuando lo que a uno lo guía en su trabajo son buenos propósitos.

Me dediqué a la enseñanza durante más de veinte años, por lo que tuve oportunidad de tratar a muchos alumnos. Mi modo de ejercer la docencia no debía de parecer muy común: procuraba que las clases fueran, ante todo, desenfadadas y amenas; digamos que mi objetivo era enseñar deleitando, para lo cual había de guardar un justo equilibrio entre el rigor con que daba la materia y el clima de relajación y confianza que había creado en las aulas. Cuando explicaba la historia, mostraba los caminos que se habían seguido en ella, muchos de ellos escabrosos y llenos de obstáculos: algunos, tal como demostraba, no habían llevado a ninguna parte o se habían cruzado con otros en un punto determinado, en un momento que había sido decisivo para la humanidad. También decía con frecuencia que cada persona tenía su propia historia y que esta era un camino compuesto por diversos tramos; hacía ver que si una parte era muy dura no había que desanimarse, pues podría sucederle otra en la que no se sufriese tanto. Lo importante, les decía con insistencia a los alumnos, era seguir caminando: ninguna dificultad debía detenerlos o desviarlos por otro curso. Era un error creer que todo estaba perdido en la vida, pues la misma vida es un tesoro. Pienso que mis enseñanzas debieron de dar muchos frutos, aunque quizá esos frutos sean también cosa del tiempo, del modo en que fueron creciendo y madurando.

Soy, por encima de todo, un caminante. Tras abandonar la docencia, me dediqué a otros menesteres, sin que en ninguno haya dejado de hacer lo mismo: he seguido entregándome a los demás sin pedir nada como recompensa. Quizá más de uno, a estas alturas de mi relato, se pregunte por qué no me he casado. La verdad es que no me han faltado ocasiones, ya que han sido varias las mujeres de las que me he enamorado. Sin embargo, por distintas circunstancias, con ninguna he mantenido una relación de noviazgo. Debo reconocer que, en algún caso, he sufrido bastante al no ver cumplido mi sueño. El amor, sobre todo cuando no es correspondido o cuando por alguna vicisitud se hace imposible, produce grandes pasiones que son la causa a su vez de enormes sufrimientos. Hoy, con la experiencia acumulada, me conformo con pensar que no estaba destinado a casarme y que por eso he podido realizar obras de las que me siento muy satisfecho.

Ahora, retirado ya de todos mis trabajos, me dedico a escribir mis memorias, de las que estas páginas son solo un fragmento. Puedo asegurar, a modo de conclusión, que caminar ha sido mi principal oficio y que las veredas abiertas por mis pasos han servido a otros para llegar a sus destinos.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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