Pedro López Ávila: ‘Monólogos para una triple soledad’ de Enrique Morón

Si siempre he encontrado que la obra poética de Enrique Morón estaba presidida de modo magistral por la belleza -allá donde quiera que se encuentre- , la emoción y la exaltación a la naturaleza, he de confesar que he descubierto también en su obra dramática un camino punzante de dolor entreverado a su vieja melancolía.

«Monólogos para una triple soledad»  (Ed. Carena) , el último libro de Morón, lleva a escena tres monólogos, cuyos personajes están condenados a la soledad, cuando no a la muerte; pero, lo que es peor aún, cada uno de los protagonistas que intervienen en sus tres monólogos están condenados por el azar a su propia frustración vital.

Quizá nuestro autor dramático nos descubra, a través de esta obra, mucho más de lo que sabemos de nosotros mismos y nos ponga delante de nuestros ojos la melancolía en su configuración más extrema, posiblemente apoyada en una interpretación intensamente individual de la existencia propia de la vida.

En su primer monólogo, La Buhardilla, Gabriel, protagonista septuagenario, condenado al fracaso por el abandono familiar, da cuenta en su soliloquio de la desposesión total en la que ha quedado a su edad, no solo material, sino sentimentalmente. Errante y solitario debe hacer frente a su vida en soledad: «los hijos, mayores de edad, se fueron emancipando (…) Mi mujer, la que había gastado todo mi patrimonio, la que me había coronado como a un miura, la que había dejado a sus hijos en manos de muchachas y gente extraña, va y me pide el divorcio».

Demoledor es el testimonio que nos ofrece Gabriel sobre la vejez, quizá como una resonancia externa del pensamiento del autor: «Después de tanto bregar lo único que queda es el silencio. «Tú y el silencio enfrentados a la soledad (…) en un camino sin retorno hacia la nada». Por cierto, es frecuente la utilización del tú autorreflexivo en nuestro autor.

Todas las desdichas de Gabriel nos deja ese largo aliento nihilista que proceden de intensas vivencias, cuando la vida sitúa al hombre en el mismo centro del sufrimiento, de la marginación y del abandono. Digámoslo sin rodeos: Gabriel se siente exiliado de la vida mucho antes de que sea desalojado definitivamente del mundo.

En su segundo monólogo, «El viaje definitivo», una mujer, Cecilia Gómez que ya supera los setenta años, va a emprender su última aventura a una residencia de ancianos para mitigar el dolor tras cinco años de profunda soledad en la que había quedado sumida tras la muerte de su hermana.

Un intrincado y desasosegante laberinto de sentimientos cruzados desde la niñez se pasean por la memoria antes de abandonar su vivienda: «al caer el peso de los años sobre sus doloridos hombros» y abatida por la tristeza que le provoca la soledad. «No puedo -nos dirá desgarradamente en su monólogo interior- pasar más Navidades consolándome a mi misma y llenando los polvorones de lágrimas».

Con estos ‘Monólogos para una triple soledad’ manifiesta sus cualidades expresivas, trayéndonos a escena una dramaturgia esencialmente poética.

Cecilia, mientras prepara la maleta, aparece en escena en términos de autoexploración y autoexamen, extrayéndonos imágenes de la vida vivida- densas y complejas-, dando cauce expresivo a sus sentimientos en torno a dos elemento circundantes en la obra: la separación y la pérdida de los seres queridos hasta culminar con un desenlace insolentemente inesperado. La debilidad humana, la desnudez y las máscaras caídas (con los remordimientos de la conciencia) quizá sean los elementos más definitorios de la protagonista de este relato.

En el tercer monólogo, El camino de Santiago, el protagonista es un profesor universitario que emprende el camino de Santiago como un impulso ciego que lo conduce todos los años a realizar esta ruta; considera en sus meditaciones que el hombre es una especie de autómata guiado por el destino, un ciego hado que no entendemos adónde nos lleva y de dónde nos trae. Huraño, introvertido, misántropo, solitario, triste, ateo, o tal vez agnóstico, y amante de la naturaleza entiende que la historia del hombre es producto de la casualidad: «ni una sola hoja se mueve, ni un solo fruto se cae sin que intervengan los caprichos del azar»

Al igual que en los dos anteriores monólogos, el elemento neurálgico sobre el que gravita el personaje es la soledad: «Vamos mi sombra y yo como aliados amigos que no pueden separarse». Bien tejida la lela de araña en torno a la soledad, el peregrino, mientras camina, va alumbrando rincones de su vida que conforman su profunda tristeza. Tal vez La muerte de su madre hace que el protagonista se encuentre siempre a la intemperie, sin protección alguna, desnudo ante la naturaleza árida y deshabitada que va describiendo a su paso. Demoledora es su imprecación cuando dice: «¡Que pronto me dejaste, madre! (…) La muerte devoró tu juventud y aún siento esta soledad que hasta hoy me acompaña»

En resumidas cuentas; Enrique Morón, que inicia su andadura literaria por senderos líricos, (al menos es su parte más conocida), cambia de tercio, no es la primera vez (Trilogía del Esparto, Trilogía del Asfalto o La Mecedora) y con estos monólogos para una triple soledad manifiesta sus cualidades expresivas, trayéndonos a escena una dramaturgia esencialmente poética, sin una migaja de sensiblería, en la que el lirismo va por dentro y de manera no solo compatible sino complementaria, que no es sino consecuencia de muy profundas meditaciones, no solo existenciales, sino también sociales.

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