El pasado, 22 de marzo, el poeta Pedro López Ávila, presentaba en Librería Picasso su último poemario que lleva por título ‘Un paraíso de niños’ (Ed. Port Royal). El presentador del poeta fue su amigo y antiguo alumno José Lobato. Reproducimos a continuación el texto íntegro que éste le dedicó.
Como todo guiso, la vida tiene sus ingredientes y gustaba mi abuela de recordar que quien cocina a ley suele hallar satisfacción en el plato. Del mismo modo, quien adquiere el saludable hábito de esperar cosas buenas de la vida, ve multiplicada su recompensa.
Yo he visto mi optimismo premiado recientemente al reencontrarme, de modo totalmente azaroso, con el poeta Pedro López Ávila. La amistad entre Pedro y yo se remonta a la década de los ochenta del siglo pasado, cuando él era un muy joven profesor y yo un estudiante adolescente. El hecho de que la semana pasada nos convocáramos en la Librería Picasso en torno a su más reciente poemario, Un paraíso de niños, es un indicador de la profunda huella que el profesor dejó en mi biografía. Como no podía ser de otro modo, el reencuentro con el amigo no hizo sino confirmar todas las virtudes que de él recordaba: un hombre pleno de conocimiento, rezumante de verdad y siempre dispuesto a embocar con su palabra el siguiente molino de viento.
A fin de no sucumbir a tentaciones hagiográficas, aparcaré en este renglón la semblanza del poeta para centrarme en las bondades de su libro.
Para empezar, Un paraíso de niños es un ecosistema donde conviven tres tensiones que dominan temáticamente el texto: el tiempo, el espacio y el amor; al punto que podríamos decir que estas son las tres patas que conforman el atril sobre el que descansa el poemario.
A lo largo del libro, el poeta combina magistralmente sus facetas de orfebre y alquimista para, por una parte, trabajar los detalles fanáticamente y, por otra, añadir las dosis exactas de misterio, conocimiento y lirismo hasta conseguir una composición armoniosa en la que todo concuerda y se concilia.
Un paraíso de niños es un libro otoñal, un libro escrito por un autor que se siente en la penúltima estación del calendario. Pedro ha trabajado con una paleta de colores relacionada con este período y así, el libro es rico en ocres, amarillos, rojos, marrones y violetas. Además, los poemas tienen una temperatura propia, un clima que yo personalmente describiría como cercano a la intemperie. O mejor aún, al sereno. Porque sereno es el tono empleado a lo largo del libro. Esta serenidad está apuntalada por un lenguaje completamente desnudo de retórica intrascendente. Y en este punto es preciso aclarar que es este un libro tan pleno de retórica lírica como carente de grandilocuencia vacua.
Otro de los logros del libro reside en su ritmo. Parece que el poemario respondiera al compás de un metrónomo y no hay un momento donde se quiebre el trantrán que Pedro ha imprimido a sus poemas. La combinación de esta sostenibilidad sonora con el tono sosegado al que he aludido anteriormente, produce un efecto sinfónico que contribuye, a su vez, a recrear una atmósfera otoñal que apacigua el texto.
El tema capital del libro es el tiempo y la implacable capacidad de devastación que ejerce sobre nosotros. Por ello, a medida que el cuerpo va perfeccionando su ruina, el hombre necesita asomarse a espacios más metafísicos. En ese sentido, un aspecto clave del libro es la búsqueda frecuente del misterio y dos son las herramientas con las que cuenta el poeta para realizar esta travesía: la palabra y el amor.
La palabra es el artefacto del que se sirve Pedro para alcanzar el misterio y penetrarlo. El amor, por su parte, proporciona la mirada para procesar el arcano y pasarlo por el tamiz del poeta, recubriendo la vida de un barniz de deslumbramiento y asombro.
No podemos pasar por alto el voltaje místico del libro, porque resulta del todo imposible no vincular esta ascensión trascendente con los éxtasis místicos de los que son propios la plenitud y el conocimiento, ingredientes principales con los que Pedro ha cocinado este libro.
Un paraíso de niños es un libro radicalmente escapista, donde Pedro viaja a lomos de su nave del misterio, siempre trascendiendo su aquí y ahora, armado de amor y palabra, en busca de otros territorios. Por todos estos paisajes paseará el poeta una subjetividad muy de esta tierra, y por ello es justo reseñar el carácter telúrico del libro, en tanto que es deudor del entorno cultural y, sobre todo, del mapa emocional donde ha sido concebido.
Por último, este es un libro vitalista donde no se encuentran atisbos de abatimiento o renuncia. La vida alcanza su cenit en la sensación de muerte dulce que sobreviene al clímax amoroso y que se caracteriza por un estado de semiinconsciencia, melancolía o trascendencia. Es fácil concluir que para el poeta esto es exactamente morir de amor. Morir de amor para exprimir la vida.
Yo me siento afortunado por partida doble, pues en esta ocasión el amigo apareció con un gran libro bajo el brazo. La espera valió la pena.
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