Santiago Martín Arnedo y su pasión por Alemania y los grandes maestros

    En estas últimas semanas hemos caminado en cordial compañía a través de verdes valles, riscos escarpados y bosques frondosos de umbría. Y es éste un paisaje rigurosamente espiritual. Porque no pretendíamos deslizarnos sobre la superficie de la geografía germana con una voluntad ciega y en carne viva. Sino perforar su profundidad, su sentido, su proyección. No somos lectores de superficies. Nos afanamos en hallar la claridad en la profundidad. Sin embargo, ésta última, como decía Ortega «exige más de nosotros». Deseábamos encontrar un ángulo y aprestar nuestra pupila mediterránea, tan acostumbrada a las llanuras de La Mancha y al azul sin límites del mar, dispuestos a la meditación.

     Y nuestros compañeros han sido en esta ocasión los maestros alemanes, y sus ciudades han sido las nuestras. A través de sus libros hablamos con ellos, nos interpelan, nos guiñan y juntos nos tomamos un descanso. Destapamos la jarra de la cerveza espumosa que nos sirve una camarera de corpiño ajustado y delantal claro de lino y observamos juntos la lejanía. ¡Prost! Salud.

     
 
«No somos lectores de superficies. Nos afanamos en hallar la claridad en la profundidad»
 
     

    Qué fruición acceder a las palabras sabias, a las bellas armonías, de los sonidos y de los números, de la mano de sus creadores, en este tiempo, enfermo de velocidad, en que todo se vuelve añejo y caduco apenas ha visto la luz, tan pronto el ingenio ha roto la placenta de sus ideas.

    Recorrimos las suaves ondulaciones del paisaje de la Selva Negra. Pequeños pueblos esparcidos se asomaban al camino. Paramos en uno de ellos, Messkirch, y descubrimos a Martin Heidegger, con sus atuendos provincianos, sentado inmóvil -ojos de lechuza- en un banco, contemplando las sendas que se pierden en la línea del horizonte, caminos que una y otra vez ha de recorrer al pensamiento sin tregua ni consuelo. Visitamos a Hölderlin en su torre en Tubinga, donde el poeta sucumbió a la locura mientras el río Neckar se burlaba de sus aspavientos. Con Johann Sebastian Bach nos encaminamos a sus ensayos en la Thomaskirche de Leipzig, expectantes ante el estreno de la «Pasión según san Mateo». En Stuttgart, bajo la mirada rapaz de pájaro de G. W. Hegel, reparamos en que el miedo al error puede ser aún peor que el error mismo.

    Recorrimos con Karl Weierstrass el paseo arbolado de Münster. Lo vimos  caminar ansioso, ante la incomprensión de sus alumnos y alucinado por la visión abstracta de las funciones Epsilón, que se prolongan en la profundidad del pensamiento como afiladas agujas de una catedral gótica. En Würzburg habíamos sorprendido al joven Heisenberg acodado sobre el puente viejo observando el Marienburg antes de revolucionar la historia de la física.

    En Potsdam vimos correr a Marie Luise Kaschnitz de niña, temerosa y solitaria, huyendo de los primeros dolores. Se privó de la idealización de la infancia. Nos subimos a un barco en el Rin, para atravesar como Heine la zona de Loreley, y vivenciar como Ulises con sus sirenas la fuerza del canto malévolo de Loreley, la ninfa dorada, sin saber qué tipo de peligro nos aguardaba en la ruta de los castillos. En Lichtenthal escuchábamos los carraspeos del viejo Johannes Brahms, incapaz de concretar una relación amorosa y sublimando el sufrimiento de su soledad en una rapsodia con letra de Goethe. Y en Lübeck anduvimos extraviados entre las tiendas de los mazapanes las calles que los personajes de los Buddenbrook recorrieron una vez en la imaginación de Thomas Mann.

Y otros sitios más por recorrer

    Mucho nos queda por recorrer. Podríamos bajar a Ulm, internarnos en un clase y observar la mirada irónica de un estudiante despeinado mientras garabatea fórmulas en su cuaderno que le llevarán a la Teoría de la Relatividad. Podemos tomar un café en una de las calles silenciosas y bien trazadas de Bonn, cuyo orden exquisito es sólo interrumpido por el trueno que augura tormenta, la tormenta que asola a un compositor incrédulo ante la pérdida progresiva de audición. Relajarnos en la cosmopolita Colonia, ir de tiendas, escuchar el traqueteo interminable de los trenes que entran y salen de la Hauptbahnhoff junto a la Catedral, y descubrir a sus gentes en la época del milagro alemán en las novelas de Heinrich Böll. Dibujar el skyline de Frankfurt am Main, Fráncfort en su versión española, popularizada por la serie infantil Heidi, con sus rascacielos americanos, capital financiera y olvidadiza: fue la cuna de Johann Wolfgang von Goethe. Y Berlín, y Hamburgo…

Puerta de Bandenburgo (Berlín)
Puerta de Bandenburgo (Berlín)

    Alemania tiene muchos caminos. Algunos muy oscuros, como atestiguan las reliquias de la Segunda Guerra Mundial. Como dice Sebald «el dolor atraviesa la historia en finas líneas innumerables». Y sin embargo, cuando el espíritu se encuentra en el claro abierto por la belleza, ante los primeros compases de la Pasión según san Mateo de  Johann  Sebastian Bach, cree haberse reconciliado con el todo. «El encanto de la belleza radica en su misterio» aseguraba Schiller.

    Y seguimos el camino. Cordialmente acompañados.

   PRÓXIMAS ENTREGAS:  
   

1.- Messkirch y Martin Heidegger

2.- Hölderlin en su torre en Tubinga

3.- Johann Sebastian Bach en la Thomaskirche de Leipzig

4.- Stuttgart bajo la mirada de G. W. Hegel

5.- Karl Weierstrass en el paseo arbolado de Münster

6.- El  joven Heisenberg en Würzburg

7.- En Postdam con Marie Luise Kaschnitz

8.-  Con Heine en la zona de Loreley

9.- En Lichtenthal con el viejo Johannes Brahms

10.- En Lübeck, en la imaginación de Thomas Mann

 

 

 

 

 

Redacción

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