Los ciclistas, que son mayoría en esta ciudad de estudiantes, se desplazan veloz y calladamente a lo largo de este anillo para acceder a la ciudad antigua por alguna de sus puertas principales. La vegetación se espesa y se abre al Aasee, un lago tan perfecto que parece de manual, en el que en primavera se organizan regatas, y a cuya orilla los estudiantes, que salen de almorzar de la Mensa, se asientan a apurar los rayos tibios de un falso verano.
Sin penetrar el corazón histórico de la ciudad, nos hemos beneficiado de la serenidad que impregna y desprende el paisaje. Y uno se pregunta si fue el azar el que eligió a esta ciudad como testigo para la firma de la Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, cuando el catolicismo andaba todavía en carne viva enzarzado con el protestantismo y otras creencias religiosas de la Reforma.
De camino a mis clases en el Gymnasium Annette von Droste-Hülshoff, donde ejerzo de algo tan ambiguo como «profesor visitante», con los oídos protegidos por un gorro del rigor del invierno alemán, recorro parte de esta Promenade, eludiendo ciclistas y embebido en una lectura española. Y puedo imaginar a otro profesor de secundaria, como yo, recorriendo en nerviosas zancadas este camino, ansiando un remedio para mitigar la ansiedad interna que no le da tregua. Hablamos de un visitante nato del mundo de las ideas.
El matemático Karl Weierstrass se había inscrito, tras un acuerdo llegado con su padre, en la Academia de Teología y Filosofía en Münster. Atrás dejaba años de alcohol y de reyertas, que habían sido su forma de rebelión contra la decisión de su padre de obligarlo a estudiar Administración Pública en Bonn. En Münster pudo sacarse el título de profesor en tan sólo un año. En el apartado de matemáticas dejó desconcertados por su brillantez a los examinadores. Y gracias a su talento inició su calvario. Se convirtió en profesor de matemáticas de un Gymnasium, que es una suerte de instituto de secundaria pero con una rango más extenso de edades entre su alumnado y éstos están algo más seleccionados para el estudio.
Combatía la amargura del desinterés de sus estudiantes con su investigación matemática. Investigaba sobre la Función Epsilón y sus hallazgos los publicaba para nadie en los folletos que el instituto editaba para los padres. La tensión que le producía el no estar donde debía estar, ya que como decía Wittgenstein, uno sólo funciona bien cuando encaja con su contexto, le llevó a sufrir de vértigos y vómitos. También como Wittgenstein llegó a identificar la lógica y la ética en una sola proposición: el deber con uno mismo.
Tras catorce años de sinsabores publicó un artículo sobre las funciones abelianas que le abrió las puertas de la Universidad. Entonces la Universidad, cosa rara entre nosotros, que casi nos suena a extraterrestres, llamaba a alguien que brillaba por sus investigaciones y se disputaba su contrato con otras universidades. Como el filósofo Immanuel Kant, nuestro matemático se incorporó tardíamente a la Universidad, pasada la barrera de los cuarenta años. Como el sociólogo Max Weber sufrió un colapso nervioso ante el sobreesfuerzo mental y la tensión que arrastraba. Acabó sus días en una silla de ruedas, soltero y con una imaginación infinita atrapada en un cuerpo inmisericorde. Su mejor alumno, Georg Cantor, aprovecharía el estudio de las funciones matemáticas con él para acabar hablando de los diferentes tipos de infinito y arrojar así a las matemáticas a una de sus más sangrantes crisis teóricas. Su lucidez sin embargo nos le posibilitó hacer las paces consigo mismo, ni a profesor ni a alumno. Como dijo nuestro poeta: «No extrañéis, dulces amigos, que esté mi frente arrugada. Yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas». Sus hallazgos quedan ahí, recogidos en algún libro que quizá lleve algún estudiante en su mochila, mientras avanza raudo por la Promenade camino de su instituto.