En casa ha aprendido el respeto por lo antiguo. Su padre, profesor en la universidad, era especialista en Bizancio, en el esplendor de la tradición. Y sin embargo este joven se verá forzado a trastocar de la forma más radical la historia del pensamiento, introduciendo la indeterminación, lo inesperado, allí justo donde menos se le espera y desea, en las ciencias naturales. Acompañado en silencio por la hilera de estatuas barrocas que coronan el puente, como si fuera una más entre ellas, empieza tempranamente a fermentar sus teorías.
Lejos queda el bullicio del centro, de las calles comerciales, jalonadas por fuentecitas a ras del suelo con figuras animadas, como si éstas pudieran abandonar en algún momento su eterno destino de agua. Ninfas, faunos y divinidades de piedra mojada se confunden hoy día con los letreros de los grandes almacenes y de las tiendas de comida rápida. La graciosa arquitectura rococó, como de casa de muñecas, contrasta con la sobriedad de los interiores de estas casonas.
Dentro de los restaurantes, los radiadores de la calefacción son más altos que una persona mediterránea, y el aire tiene la espesura de un laboratorio. El pan oscuro con la mantequilla y el pepinillo envinagrado hecho rodajas adelantan el sabor de la carne en el fogón. El Sauerkraut, esa col fermentada que tanto aligera la pesadez del cochinillo, se desparrama entre diminutas patatas peladas y cocidas. Es posible que un vaso ondulado de medio litro lleno de cerveza de trigo de barril, con un corona de espuma muy premeditada, acompañe al cuadro culinario. La conciencia del viajante empieza a desdibujarse en una neblina de optimismo. Los camareros con sus delantales burdeos, camisas blancas y su cortesía automática aparecen y desaparecen con velocidad. Y paulatinamente este caminante se encuentra más incapacitado para hallar las correspondencias entre el alemán y su idioma materno.
El joven Werner Heisenberg no podía permitirse amortiguar la claridad analítica de su conciencia. Aquejado de alergias y enfermedades infantiles, tuvo tiempo de aprender a tocar el violonchelo y el piano, y de ser especialmente quisquilloso en los retos matemáticos y ajedrecísticos que se le planteaban. Con veinticuatro años ya había publicado en la Zeitschrift der Physik una contribución fundacional de la mecánica cuántica: la formulación matemática de la mecánica de matrices. Tan sólo tres años antes, había conocido al físico danés Niels Bohr, de quien dijo que lo sabía todo.. Y poco después de leer el susodicho artículo, Erwin Schrödinger exclamaría: «me sentía muy descorazonado por los métodos de álgebra trascendente, que me parecía muy complicada». Fue el precursor de la teoría contra la que Einstein infructuosamente se rebeló.
¿Cómo casar la indeterminación en el mundo subatómico con la mansedumbre previsible del río Main bajo el puente en el que se ha parado a pensar? ¿Qué correspondencia hay entre la información de nuestros sentidos y las conclusiones a las que llegamos tras complejos procesos matemáticos? Al pasar de un nivel de observación a otro, siempre perdemos algo en el camino. Los electrones son caprichosos y efervescentes, pero los viñedos de la ribera se eternizan sosegadamente en su figura. Incluso nuestra forma de acceso a tales niveles es diferente. La trayectoria de una pelota la podemos trazar intuitivamente con una línea matemática. Pero la trayectoria de una partícula no comparte ese trazo. La función de onda que la guía no tiene existencia material, en el sentido vulgar de la palabra, como él dice: der Begriff der Elektronenbahnen war völlig eliminiert, el concepto de trayectoria del electrón fue totalmente eliminado. La seguridad del determinismo de la ciencia clásica se ha quedado en el camino.
Pero toca la hora de volver a casa. Y este camino sí es unívoco. Las calles por las que él paseó no son las de ahora. Todo ha sido meticulosamente reconstruido, con la paciencia de un relojero, reponiendo cada pieza en el lugar que estaba, como si la historia soñara con una maqueta a escala real. Las calles están extremadamente limpias, como las fachadas de los palacios. Apenas se distingue el bisbiseo de las ruedas grandes y esbeltas de las bicicletas. Y uno esperar retornar y encontrar el puente que mira a Marienburg allí donde, hundido en cavilaciones, día anterior lo dejó. Y confía en que la Naturaleza (o Dios) no quiera jugar a los dados.
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