Heine había crecido a orillas del Rin, río arriba, en Düsseldorf, y habría recibido seguramente la leyenda en diferentes versiones y de diferentes bocas, algunas de ellas aquilatadas en los poemas románticos de Joseph von Eichendorff y Clemens Brentano. Cuando el sol extiende sus últimos rayos sobre la Alemania más mitológica y originaria y el aire se vuelve denso y oscuro, el picacho, cuenta la tradición desde la Edad Media, refulge ante los ojos extraviados del desventurado navegante, que al mirar hacia arriba descuida el rumbo de su embarcación, que acaba estampada contra los salientes rocosos que salpican este peligroso tramo del río. ¿Qué melodía habrá de salir de los labios de la malévola ninfa que es capaz de arrastrar inextricablemente hasta la muerte a todo aquel que la oye? Eine gewaltige Melodei, una poderosa melodía, precisa el poeta, casi violenta, podríamos traducir. Con tal ímpetu ejerce la belleza engañosa su poder de atracción, que dicha imagen ha fecundado vivamente el imaginario cultural de muchos pueblos, entre ellos el heleno clásico. Ya conocemos por Homero que Ulises había preparado a su tripulación ante la seducción del canto de las sirenas proveyéndola de tapones para los oídos.
Clara Schumann, Ferenc Liszt o Félix Mendelssohn son algunos de los compositores que han musicado esta leyenda re-creando una especie de meta-música. Esta música hechiza narrando el hechizo de la música. Este bucle narcisista (no olvidemos que la ninfa se está peinando los cabellos) quizá fue ironizado por Heine ante el caso de la inaccesible y amada Amalia. La imposibilidad de la relación se debió a una diferencia de clase social. La de ella, en realidad prima suya afincada en Hamburgo, sensiblemente más alta. El desamor, el camino que tantos han recorrido, lo condujo a la poesía.
El Rin se puede recorrer modernamente por una de sus lindes en coche, eludiendo los numerosos autobuses de turistas, repostando junto a uno de sus numerosos castillos, que con su imposible perfección, extraviada desde los tiempos más oscuros de los caballeros, se alzan enhiestos entre el follaje espeso. La velocidad tecnológica moderna se inmiscuye en la lentitud atemporal del paisaje. Las cámaras fotográficas digitales y las minicámaras de vídeo detienen para el recuerdo las aguas grisáceas del río, que en un ejercicio de prestidigitación visual suben hacia el norte, como si nadaran a contracorriente. No sabemos si el agua sube o baja. En esta zona, el río serpentea en ángulos cada vez más cerrados, hasta perder fuelle de nuevo y extenderse sereno en su cauce majestuoso para competir a su paso por Colonia con su contrapartida vertical: la catedral donde guardan sepultura, según otra leyenda, los Reyes Magos.
Pueblecitos como Sankt Goar o Rüdesheim se asoman también al río coquetamente, con sus casitas escondidas tímidamente tras tejados de pizarra que casi llegan al suelo, enjauladas tras las vigas cruzadas de madera que adornan su fachadas, que le dan el aire de una construcción medieval o de juguetería, y vigiladas por pequeños torreones de aguja gótica que despuntan en sus esquinas. Las calles de estos pueblecitos son estrechas y tortuosas. De muchos negocios y restaurantes sobresalen de la fachada los reclamos de la casa, la imagen de un cordero, un águila, una jarra de cerveza tapada o unas espadas cruzadas en apa, labrados todos en bronce con dorados, a la manera de antiguos escudos medievales, muchos de ellos adornados en letra gótica, como si entrar en dichos locales supusiera el comienzo de una aventura, el tropiezo con un pirata o con una banda de malhechores; como si el presente tecnológico hubiera quedado suspendido en estos paisajes de leyendas, también conocidos por cierto como la ruta de los castillos.
Y es que el rincón debe ser obra de encantamiento, pues el zigzagueo del río entre las paredes de los peñascos produce un triple eco, que pareciera obra de ánimas benditas. El bosque está lleno de seres encantados. Y el encantamiento lo produce la palabra. El poeta es un alquimista, que al nombrar las cosas ya las ha transformado. Heine se nos antoja de pronto como el último poeta romántico. Y proseguimos el camino río arriba. O río abajo. Según se mire.
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