Las viejas y frías escuelas de Castilléjar en los años 60

Hoy he vuelto a recordar aquella mañana en que mi madre me llevó por primera vez a las viejas escuelas, pero la imagen que tengo me cuesta trabajo atraparla, porque es ya como una deteriorada película en blanco y negro, archivada en el álbum del tiempo. La clase daba a la calle del Agua y la recuerdo casi en la penumbra, con un crucifijo clavado en la pared, en medio de los retratos de Franco y del fundador de la Falange. Había unos viejos bancos de madera y algunos pupitres, con un agujero para el tintero y salpicados de manchas de tinta.

Pero ese día todo se me antoja bastante extraño y confuso: la mirada distante, las voces sonoras y los gestos grandilocuentes de los maestros; el griterío de los niños en el patio, el tumulto de los pasillos, el silencio y la cantinela de las clases: “dos por dooós, cuatro…”. No podía imaginar que había entrado en un mundo diferente y desconocido hasta entonces para mí, y creo que ésta fue la primera vez que algo me separaba del mandil de mi madre.

Al maestro apenas sabría describirlo, pero después de darnos unas cuantas explicaciones a los dos novatos que entramos ese día, nos señaló una destartalada pizarra: “Éstas son las cinco vocales… Tenéis que copiarlas en vuestras libretas”, debió decirnos. Nosotros estábamos allí medio asustados y, claro, no sabíamos hacer ni la ‘o’ con un canuto. El caso es que el maestro nos dejó sin recreo. Y, cuando los dos ‘caguetas’ nos vimos encerrados en aquella celda, el mundo se nos vino encima: “¿Adónde se habrá ido mi madre?”, debimos pensar, en medio de un mar de sollozos.

Primer desencuentro

Éste fue mi primer ‘desencuentro’ con la escuela y, desde entonces, procuraba huir de los libros como alma que se lleva el diablo, porque me costaba un montón aprenderme aquellos conceptos tan raros, o hacer las cuentas en mi pizarrilla negra.

Otro día mi padre me llevó a correazos hasta la puerta de las escuelas, porque hacía novillos. También me obligaba a escribir con plumilla, diariamente, una plana de un viejo manuscrito del siglo XIX, para que aprendiera aquella letra bastardilla: “Cómo comprendo que el hombre…”. El siguiente maestro fue don Eloy, el cual se ganaba la vida dando clases particulares.

Recuerdo que entonces aprovechábamos los recreos para avivar el braserillo de cisco. Cada niño tenía una lata grande de sardinas, agujereada por abajo y enganchada con unos alambres. Le dábamos vueltas como si fuera una honda, hasta que salían las ascuas. Luego, en clase era digno de ver a cada niño con los pies encima de su lata de sardinas, mientras que los sabañones en las manos y en las orejas estaban a la orden del día. Por lo demás, la jornada transcurría entre algún reglazo mañanero, tardes de novillos y noches de zapatilla.

Luego vino don Pedro, que nos medía las espaldas con la correa de cuando en vez; y don Emilio, que era un hombre sencillo. También rememoro a doña Carmen, que murió hace dos años en Granada, en medio del olvido. Don Miguel nos cosía a dictados y hacía un corro para la lectura. Y a veces nos restregábamos las manos con ajoporros pensando que así no nos dolerían los temidos reglazos. ¡Pero que si quieres, Catalino! Un día, al Lozar se le escaparon los gorriones del bolsillo en la escuela de don Bartolomé. Y a las cinco de la tarde, cuando nos llevaban a la iglesia para el catecismo, pedíamos permiso para orinar. Había que ver a aquellos galopines orinando en las tapias y, como una bandada de pájaros, salíamos pitando por el callejón abajo, huyendo del mundo, del demonio y la carne. Pero quizá aquellos dictados y lecturas nos preservaron del empobrecimiento cultural que sobrevino unos años más tarde.

Recuerdo a los maestros de entonces con las manos llenas de tiza y explicando en una vieja pizarra negra, o bien, nos hacían aprender con cantos la tabla de multiplicar.

Recuerdo a los maestros de entonces con las manos llenas de tiza y explicando en una vieja pizarra negra, o bien, nos hacían aprender con cantos la tabla de multiplicar. Así lo inmortalizó Antonio Machado en ‘Recuerdo infantil’: “Y todo un coro infantil / va cantando la lección: / ‘Mil veces ciento, cien mil; / mil veces mil, un millón’. / Una tarde parda y fría / de invierno…”. También, el lema preferido de don Andrés Manjón era ‘enseñar deleitando’. Fuimos muchas las generaciones de españoles que aprendimos cantando en las escuelas, pero hoy ya no canta la alondra ni el ruiseñor. Aquellas canciones de la niñez en los años sesenta se desparramaban por las ventanas del colegio; y, junto a los juegos en el recreo, eran las únicas notas de alegría en la vida oscura y mísera de los perdidos pueblos de Andalucía.

Fotografía realizada por el padre de Leandro García Casanova
Fotografía realizada por el padre de Leandro García Casanova

Pero la vida a veces guarda sorpresas agradables. El año pasado me dijo un conocido: “Mi hermano Andrés fue tu primer maestro. Tu madre te apuntó a su escuela, a pesar de que todavía no tenías la edad”. Por eso, siempre tendremos una deuda pendiente con ellos, pues, a su manera, nos enseñaron las primeras letras y las cuatro reglas; a amar los libros y la lectura y, a través de ellos, asomarnos al mundo…

Lo cierto es que trataron de hacer con nosotros unos hombres y mujeres más instruidos y libres. Y es que para ser maestro es necesario tener una buena dosis de paciencia y generosidad. Pero las viejas y frías escuelas de Castilléjar ya no existen –ahora se encuentra allí el Ayuntamiento–, aunque perviven en nuestra imaginación de niños. Y de aquellos primeros años de ilusión, de travesuras, de correndillas y pescozones, sólo nos queda el nostálgico recuerdo de la memoria y una triste fotografía.

Leandro García Casanova

Nota: «Las viejas escuela» ganó el Tercer Concurso de Artículos Periodísticos, del Colegio de Gestores Administrativos de Granada, Jaén y Almería, del año 2003.

Redacción

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