Un drama para un país que la educación no forme parte de los consensos básicos de una sociedad que permita un pacto de estabilidad. Haciendo tonto a todo el personal, se declara que todas las anteriores reformas educativas han sido ideológicas, mientras que esta es “práctica” y “en ningún modo ideológica”. Por contraste, el carácter marcadamente ideológico de algunas de las medidas (segregación del alumnado a partir de los 13 años, educación diferenciada por sexos, cambios en los contenidos curriculares, orientación mercantil de competencia intercentros, etc.), con la oposición de algunas Comunidades y del principal partido de la oposición, sentencia su propia caída con la siguiente alternancia política. Imponerla al margen de consensos predice, de partida, su carácter efímero y provisionalidad. ¿Tendrá la corta vida que tuvo la LOCE? En cualquier caso, para desgracia del país y de su ciudadanía, tiene asegurada su muerte, pues el partido que gobierna no es eterno.
Estas continuos cambios y regulaciones externas han abocado el trabajo docente a una “semiprofesión” , burocratizada, donde las soluciones vienen dadas normalmente por lo que indica la normativa. Cada uno se limita a aplicar, como sabe, lo que mandan, si luego no funciona, la culpa no es de él, sino de la LOGSE o la LOCE. En fin, la complejidad de problemas educativos, que requeriría un juicio profesional, se limita a lo que dice la administración o sus supervisores. Así, la evaluación de los aprendizajes, un acto que debía ser tan profesional como el diagnóstico médico, queda sometida a los vaivenes de lo que cada reforma de turno quiere. Qué hay que evaluar, cuándo y cómo hacerlo, qué tipo de calificaciones, qué efectos tengan, etc. quedan sometidos a la política de turno. Ya me dirán ustedes qué tipo de saber profesional propio se pueda construir en este contexto. Más bien, lo mejor es no saber nada y seguir, formalmente, lo que en cada momento se prescriba y requiera, según gustos y terminologías cambiantes de la Administración educativa de turno. Hastiados de enésimas reformas, de decretos, órdenes y resoluciones, se desprofesionalizaal personal hasta límites increibles.
Finlandia, a la que tanto se refieren nuestros políticos por su liderazgo en el ranking de PISA, hay que recordarles que cuenta con un profesorado con una alta profesionalidad, hasta el punto de haber suprimido en los noventa la inspección educativa, dado que —cuando hay un control profesional interno— no se precisa ni supervisar, ni menos prescribir lo que haya que hacer. Es el propio profesorado y la dirección escolar quien hacen sus propios procesos de autoevaluación y mejora. La política educativa, por su parte, es establecida desde el Consejo Nacional de Educación, lo que aporta una sostenibilidad y consenso.
Desde hace años es un lema entre los investigadores del cambio educativo (McLaughlin, Fullan), que “la política no puede prescribir lo que verdaderamente importa” (“Policy can’t mandate what matters”, es el dicho en inglés). De este lema me hice eco en otro artículo de opinión (Escuela, núm. 3936). Hace unos años, la editorial Octaedro publicó la versión castellana del excelente libro de Sarason: El predecible fracaso de la reforma educativa. Un libro cuya lectura sería aconsejable a los reformadores de turno, para advertirles que se puede predecir de antemano el fracaso de su reforma. La razón es que no pueden incidir en lo fundamental: cómo los profesores enseñan y los alumnos aprenden. Si quieren mejorar la educación de los alumnos, es preciso organizar los centros para que el profesorado aprenda a hacerlo mejor, además de contar con los mejores profesionales. Más que en la política, es en la micropolítica donde se juega el verdadero cambio.
Afanes de políticos de turno de querer cambiar a golpe de BOE la realidad, acaban, paradójicamente, sin cambiar nada de ella. Como advertía Juan de Mairena “a los arbitristas y reformadores de oficio: no basta renovar para mejorar, no hay nada que sea absolutamente impeorable”.
Antonio Bolívar, Catedrático de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Granada
(*) Artículo publicado en la revista ESCUELA del 4/10/2012
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