M. L. Melero: «Derribando las barreras que impiden que un centro sea inclusivo. (1ª Parte)»

 

a) Barreras políticas: Leyes y normativas contradictorias

Son muchas las contradicciones que existen en las leyes respecto a la educación de las personas y culturas diferentes. Por un lado hay leyes que hablan de Una Educación Para Todos (UNESCO, 1990) y, simultáneamente, se permiten Colegios de Educación Especial y aulas de educación especial en centros ordinarios. Por otro, se habla de un currículum diverso e inclusivo y, a la vez, se habla de adaptaciones curriculares. Hay leyes que hablan de la necesidad del trabajo cooperativo entre el profesorado y en otras se afirma que el profesorado de apoyo puede sacar al alumnado fuera del aula. Todo este tipo de contradicciones en las políticas educativas obscurecen la construcción de la escuela inclusiva. La administración educativa debe ser coherente entre los enunciados de las leyes internacionales, nacionales y autonómicas y la puesta en práctica de las mismas. El apoyo de las políticas tiene que ser compatible con las prácticas educativas inclusivas, si realmente aquellas pretenden servir de apoyo y no mermar los esfuerzos del profesorado.

b) Barreras Culturales: La permanente actitud de clasificar y establecer normas discriminatorias entre el alumnado (etiquetaje)
 

En el mundo de la educación se suele distinguir dos tipos diferentes de alumnado: el, digamos, ‘normal’ y el ‘especial’ y, lógicamente, se tiene el convencimiento de que éste último requiere modos y estrategias diferentes de enseñanza y aprendizaje, de ahí que se hayan desarrollado distintas prácticas educativas. Para llegar a esta dicotomización se han empleado gran cantidad de tiempo y esfuerzo buscando una clasificación diagnóstica para determinar quién es ‘normal’ y quién ‘especial’, pese al hecho de que hay gran cantidad de investigaciones que indican que dichos diagnósticos y clasificaciones se hacen de manera poco fiable. A pesar de las buenas intenciones del profesorado por denominar a las personas excepcionales como ‘necesidades específicas de apoyo pedagógico’ más que una ayuda este tipo de lenguaje lo que genera es un estigma. Y lo mismo ocurre cuando se habla de evaluación diagnóstica más que una ayuda para mejorar la educación de las personas diversamente hábiles es un etiquetaje que produce mayor segregación y discriminación.
 

En este sentido los conceptos de inteligencia y de diagnóstico clásicos han ejercido un papel de discriminación y segregación. Últimamente también el de adaptaciones curriculares. Por ello para derribar estas barreras hemos de dejar claro qué entendemos por inteligencia y qué entendemos por diagnóstico y, por supuesto, qué significa adaptar el currículum.

Tradicionalmente se ha pensado que cada ser humano viene a este mundo predeterminado biológicamente (infradotado, dotado, superdotado). En este sentido se ha considerado la inteligencia como una propiedad individual independiente del contexto, cuando en realidad sabemos que los seres humanos venimos a este mundo de manera inacabada, nos acabamos a través de la educación y la cultura. No podemos seguir aceptando, sin reflexión alguna, que la inteligencia nos viene dada, sino que es algo que se adquiere y se desarrolla si los contextos educativos ofrecen oportunidades para ello. Es decir, que cada niña y cada niño, independientemente de “su carga intelectiva”, genéticamente hablando, puede adquirir las funciones cognitivas para pensar con lógica, para percibir y atender de manera estructurada; para organizar la información que le llega, conocer cómo ha de aprender y saber aplicar lo aprendido; para saber relacionarse con los demás, dar respuestas lógicas a los interrogantes que se le planteen y ofrecer soluciones a las situaciones problemáticas que acontezcan en su vida cotidiana. La inteligencia, como la deficiencia, se construye gracias a la cultura, o a la ausencia de la misma, y a la educación.

Relacionado con el concepto de inteligencia se encuentra también el concepto de diagnóstico. Éste, tradicionalmente se ha considerado, como una ‘vara de medir’ etiquetando a las personas como enfermos-retrasados-subnormales-deficientes, configurando una subcategoría humana: la minusvalía.
 

Esta concepción de diagnóstico no ofrece ninguna posibilidad de cambio en las personas, es un diagnóstico, fragmentado, estático, determinista, clasificador. Nosotros diríamos que no es un diagnóstico, sino un castigo. Nuestro pensamiento es que el diagnóstico no puede ser algo negativo, al contrario es como el umbral del conocimiento, ya que nos indica cómo se encuentra esta o aquella persona en este momento, pero en modo alguno sabremos cómo estará mañana y menos si su desarrollo depende de la educación y de la cultura. Por eso el diagnóstico al orientarnos de las competencias cognitivas y culturales del alumnado requiere que el profesorado cambie sus sistemas de enseñanza y no que reduzca el currículum. Entonces, si esto es así, la pregunta sería: ¿es factible generar procesos de enseñanza y aprendizaje en el aula donde puedan aprender todas las niñas y  todos los niños juntos independientemente de sus peculiaridades cognitivas, culturales, étnicas o religiosas? La respuesta a este interrogante ha supuesto dos concepciones contrapuestas y enfrentadas de prácticas educativas. Una es la de profesionales que defienden la idea de que la escuela ha de ofrecer un currículum común y otra, la de quienes piensan que el currículum ha de ser doble.

Sabemos que en el sistema educativo español coexisten estas prácticas educativas separando al alumnado en agrupaciones diversas, denominadas eufemísticamente, ‘flexibles’, tales como grupos de compensatoria, aulas de enlace, aulas de educación especial, etc., con propuestas curriculares muy diferentes, pero con dos características muy comunes en todas ellas: una, la reducción en las expectativas de aprendizaje a través de las conocidas ‘adaptaciones curriculares’ y, dos, la imposibilidad de interacción, total o parcial, con el resto de la clase. Didácticamente hablando esto significa decidir a priori el ofrecer a determinado alumnado una educación de menor calidad, renunciando a unas expectativas de aprendizaje al hacer una adaptación curricular, ya sea escrita o no, con lo cual, lógicamente, ni alcanzarán los mismos resultados ni se desarrollarán en función de sus peculiaridades.

Se interpretan las adaptaciones curriculares como reducción del currículum, eliminando objetivos o eliminando contenidos, sin haber llevado a cabo los enriquecimientos prescriptivos de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Entonces, si el doble currículum no es la respuesta ¿qué debemos hacer para que todo el alumnado adquiera los aprendizajes necesarios para llevar una vida autónoma? De lo que se trataría es de generar una cultura escolar en la que se contemple a todo el alumnado como competente para aprender, subrayando sus competencias y no sus incapacidades. Eso es lo que vamos a explicar en próximos artículos.

(*) Miguel López Melero. Catedrático de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Málaga.
Email: melero@uma.es y miguel.lopez.melero@proyectoroma.es
Telf.: 952 131096

(NOTA) Este artículo se publicó en el número Nº 3.960 del periódico ESCUELA, correspondiente al 1 de noviembre de 2012

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