Presentación del catálogo de la exposición ‘Natura. La Edad del Bronce’ de Jesús M. Aguilera

 

EXPOSICIÓN ESCULTÓRICA DE JESÚS MANUEL AGUILERA GÓMEZ

Jesús Aguilera es un joven escultor que ya ha encontrado un sitio en medio de los milenios del bronce, por lo que forma parte del Olimpo de los creadores. Un día pudiera ser  Zeus.

El principio fue para él un recorrido por el cosmos de las líneas, de los colores, de los volúmenes, de las proporciones, de las cifras exactas para desentrañar el  secreto de la belleza, que no existe sino en las mentes de los tocados por el dedo índice de la Magia.

Conoció, en puro estado onírico, los balbuceos de los mágicos ídolos arcaicos, los tortuosos contornos de las feraces  maternidades neolíticas; luego fue el tiempo de los guerreros, las damas, los suplicantes devotos de los santuarios ibéricos. Más adelante fue llamado al cónclave anual de los artífices griegos del mármol, del bronce, del marfil. Después, le salieron al encuentro las sabidurías antiguas de Oriente, que le hicieron entender el maridaje entre el cobre y el estaño.

La aparición de otras voces antiguas, ésta vez del Argar, en la decisiva tierra de su niñez, le abrió un horizonte de cazadores armados de rutilante sílex; de incipientes agricultores de escueto cereal; de redondos vasos cerámicos para la leche, el trigo y el agua; de acogedoras cabañas de carrizo y barro; de desmayadas muchachas a punto de la plenitud; de fértiles hembras -rotundas de busto, caderas y muslos-; de estremecedores ceremoniales funerarios sobre la misma tierra del nacimiento.

Y para comunicarlo a la materia inerte, captó -como si de una palpitante mariposa se tratase- el ligero y húmedo rumor del cuenco hirviente en el lar primigenio, o el suave ronronear del canto rodado sobre el terso molino en el vaivén cotidiano de la molienda.  Comprendió y desentrañó  en toda su hondura la explosión de júbilo de los danzantes que, en un derroche de elasticidad, vigor y juventud -pese al duro metal de su naturaleza- se agotan hasta el amanecer de una primaveral noche de plenilunio. Tal vez ayudado por  algún secreto hechizo, aprendió a transmitir el musical susurro del telar a la inerte tabla cobriza en una mañana perfumada de ruiseñores. O, en las tierras de labrantío, ser capaz de infundir  vida a los agricultores -que estimulan con sus gritos y gestos al buey- y de hacernos escuchar el crepitar de la tierra que se abre en surcos al impulso del básico arado. Capaz también de aprehender  -igualmente para el futuro bronce- la fragancia de los barros aún frescos que, como en un gigantesco nido colmado de huevos, va depositando el alfarero en el redondo útero del horno.

Exploró, además, nuevos caminos. Y en ellos encontró otras maneras de decir las cosas, como lo deja patente con esa Venus que ha asumido en herencia de los siglos del esplendor renacentista. Con un equilibrio perfecto entre la castidad y la desnudez, se alza esta muchacha para deleite de la inteligencia y de los sentidos. O el retrato de V. Brito en que, merced a sus prodigiosas dotes, este dominador de la materia  ha secuestrado el alma de su modelo para  implantarla en la que hasta ese momento era únicamente un frío metal. Faltó, al final de su trabajo, que le gritase como Miguel Ángel: “¡Parla, cane!”.

Porque, de ser así, el busto hubiese hablado.

Y no pudo escapar nunca del sortilegio.

La necesidad imperiosa de plasmar aquel universo guió sus dedos de manera febril, mágica, casi inexplicable, organizando el desalentado limo, la materia inerte, con un soplo de su propio aliento.

Desde ese instante, un formidable impulso lo llevó a modelar el barro, a inclinarse sobre la arcilla inerte y húmeda con el propósito de infundirle vida; a trazar unas rayas, unos frescos surcos a través del rojo campo de lo que hasta ahora había sido sólo polvo, para que fueran el límite de un rostro inequívocamente humano; a elevar sobre una llanura estéril una minúscula colina que se convertía instantáneamente en un músculo palpitante; a imprimir decididamente un hoyo sobre la pasta fragante para que fuese la delicada oquedad sinuosa de una espalda femenina; a diseñar una rotunda curva -como una herida de navaja- en lo que era sólo un campo de fango, para conseguir un sugerente y elástico cuerpo adolescente; a disponer volúmenes, organizar planos, distribuir trazos, jugar con la luz sabiamente… para alumbrar, desde lo que instantes antes era sólo un  légamo apático, un esplendor de inmarcesible juventud; o un exquisito encuentro de dos cuerpos, fundidos en un tierno, sosegado abrazo, que ejerce el efecto de un prodigioso bálsamo tanto en los protagonistas -¡ese gesto del varón!- como en los sorprendidos espectadores.

Después, conseguidos ya los propósitos del envite creador, lo convirtió todo en bronce, el noble bronce, dorado al principio -como algunos atardeceres de esta tierra-, verde más tarde, como las providenciales vegas que surgen como un milagro en medio de la desolación más absoluta de nuestro estremecedor paisaje.

Y todo ello como el hito, el símbolo  de  una nueva revolución cultural, en la que el hombre es por fin capaz de emular creaciones perdurables, que desafíen al tiempo y a los elementos, a las convulsiones telúricas, a las invasiones de ideas, a la razón de los conceptos, a lo universal de las cosmologías.

Porque, efectivamente, Jesús Aguilera, como un domador de caballos, ha sometido a la materia.

Jesús Mª García Rodríguez.
Del Centro de Estudios “Pedro Suárez”, de Guadi

La exposición de Jesús M. Aguilera en el informativo de Canal Sur:

Ver también:

Jesús Aguilera o cuando la escultura es arte e investigación

 

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