Se me ocurre que, antes de darle respuesta a lo que entendemos por evaluación, lo primero que el profesorado debe tener claro, es su propia visión del mundo y cuál es el valor que para él tiene la educación. Es decir, cuál es el modelo de sociedad que desea construir y qué tipo de ciudadanía pretende formar con el modelo educativo de su colegio. Todos y todas, como educadores, educamos para construir el sueño que llevamos dentro, pero cómo se consigue dicho sueño. Desde mi punto de vista desde la ética y el conocimiento. Es decir, siendo conscientes de que nuestras acciones repercuten muy directamente sobre el destino de nuestro alumnado y no es ingenuo construir un currículum u otro. Si esto lo tenemos claro podremos entender que hay modelos educativos que restringen las posibilidades de acceso al conocimiento al alumnado y otros la favorecen y, lógicamente, ello genera consecuencias, en el primer caso de exclusión y en el segundo de inclusión. Sólo cuando se es corto de miras se puede confundir estas cosmovisiones y las consecuencias que ello puede producir a la hora de la evaluación. Es decir, que la evaluación tiene una dimensión ética y nos debe preocupar cómo repercute en nuestro alumnado una forma u otra de realizarla. Si evaluamos con la intención de aprender de ella, estamos hablando de una evaluación educativa y no mecánica (técnica). La ética de la evaluación es la preocupación que nos ha de producir a los docentes cómo nuestras acciones repercuten en el alumnado. Por ello, cuando el profesorado evalúa debe ser justo en sus sistemas de evaluación porque éstos deben ser coherentes con los procesos de enseñanza-aprendizaje. Si los procesos de enseñanza y aprendizajes son democráticos, los procesos de valuación también deben serlo.
Hechas estas consideraciones generales podemos acercarnos a lo que nosotros entendemos por evaluación. En primer lugar debemos tener claro que la evaluación no debe confundirse con los instrumentos tan comunes en los centros como son los exámenes, controles o sus variantes, sino que son muchas otras actividades. Es decir, que una cosa es la evaluación y otra la calificación. En segundo lugar, los instrumentos de evaluación deben elegirse en función del tipo de información que queramos recoger y, sobre todo, en función de las finalidades educativas del colegio. En tercer lugar. la evaluación debemos considerarla como una actividad educativa donde el profesor o profesora se encuentra con el alumnado de su clase y se hace una valoración sobre la calidad de lo que se ha aprendido o sobre la ausencia de un saber determinado que no se ha adquirido cuando se tenía que haber aprendido. Es, por tanto, un momento donde se toman decisiones conjuntas de lo que merece la pena haber aprendido y lo que es secundario en el aprendizaje, sobre porqué no se pudo adquirir lo que se debió adquirir; sin embargo, la calificación es otra cosa. Es una medida sobre el control del saber planificado previamente y que establece un ranking con consecuencias discriminatorias. Uno u otro responden a modelos diferentes aunque en la práctica se tiende a confundirlos. Y se confunden de manera interesada evaluación y calificación, desnaturalizándose el sentido y el significado de ambos.
Es decir, sin enseñamos para que nuestro alumnado aprenda a pensar y a aprendan a convivir, tenemos que hacer una evaluación que ponga de manifiesto si esto lo estamos consiguiendo o no. Para ello debemos saber qué tipo de cambios y transformaciones se han producido en nuestro alumnado: en sus conocimientos y en sus procesos, en sus lenguajes y en sus actitudes y comportamientos y, también, en sus acciones. Poco nos debe importar si los niños y las niñas se saben de memoria una retahíla de contenidos inconexo si éstos no le ayudan a comprender la realidad más cercana y a comprometerse con la misma. Por tanto, en coherencia con el modelo educativo del Proyecto Roma la evaluación no puede ser considerada como un apéndice de los procesos de enseñanza y aprendizaje ni llevarse a cabo al final del proceso, como si se tratase de un instrumento de selección y exclusión, sino que la evaluación para que sea educativa debe ser siempre un recurso de aprendizaje. Nosotros hemos aprendido a hacerlo en coherencia con nuestras pretensiones.
Como nuestras finalidades son de orden cualitativo es difícil encontrar instrumentos para evaluar los procesos de enseñanza y aprendizaje: ¿cómo evaluar los procesos necesarios para aprender a pensar y aprender a convivir?. Es muy difícil encontrar herramientas simples para ello. Muy a pesar de esta dificultad desde el Proyecto Roma proponemos los siguientes instrumentos: asamblea inicial (evaluación diagnóstica) en los primeros días del curso para conocernos. Conocer cómo piensa el alumnado (procesos cognitivos y metacognitivos: percepción, atención, memoria, conocimiento del espacio y del tiempo, planificación, etc.,); conocer cómo se comunica (nominar, leer, escribir, hablar, lógica-matemática, artística, etc.,); conocer su mundo de valores, sus emociones y sentimientos y normas y, por último, conocer su autonomía física, personal, social y moral. O sea, debemos construir desde el inicio del curso una matriz de su proceso lógico de pensamiento. Durante el curso recogemos las reflexiones a través de los grupos heterogéneos (carpeta del grupo=porfolio), entrevistas grupales, archivador personal, diario de clase, entrevistas personales y asamblea final de cada proyecto (documento de plan de acción, narración de la acción y mapa conceptual de los aprendizajes de cada proyecto).
De todas formas no damos por cerrado esta manera nuestra de entender la evaluación, sino que seguiremos aportando reflexiones sobre estos instrumentos para darle sentido a lo que entendemos por evaluación educativa; es decir aquella que produzca aprendizaje y desarrollo tanto en el profesorado como en el alumnado. El profesorado aprende para conocer y mejorar sus prácticas de enseñanza y el alumnado aprende de los asesoramientos del profesorado y mejora su curiosidad para seguir aprendiendo. Sólo así podremos afirmar que nuestro modelo educativo logra un alumnado crítico, responsable, autónomo y con capacidad para aprender a pensar y aprender a convivir al saber distinguir el conocimiento importante y relevante del secundario, competente para contrastar pensamientos diversos, indagar, argumentar, razonar, dialogar, cumplir las normas y vivir en la convivencia, saber hacer bien las cosas (areté). Desde este punto de vista la evaluación actúa al servicio del saber y del aprendizaje del sujeto que enseña y del sujeto que aprende. Sólo si aseguramos este tipo de aprendizaje podremos hablar de evaluación formativa inclusiva.
(*) Miguel López Melero. Catedrático de Didáctica y Organización Escolar en l Universidad de Málaga
(NOTA) Este artículo se publicó en la revista ESCUELA, Nº3988 (13/06/2013)
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