Novelistas había menos. Novelistas había, tan solo, 152.409, de los cuales unos 130.000, sobre poco más o menos, eran novelistas históricos, o, por ser más precisos, novelistas que le daban a la novela histórica. Los veintidosmil y pico restantes, eran novelistas normales.
Y si alguien me dice que, señor articulista, eso no es posible, supuesto que la suma de ambas aficiones supera con creces el número de habitantes de la ciudad de Mario, le diré que sí es posible, debido a que muchos de los poetas ejercían a la vez, y al mismo tiempo, de novelistas históricos o de los normales, con lo cual queda aclarado el censo. Y seguimos.
Como además de esa inabarcable proliferación de literatos, la localidad era famosa por sus monumentos y, consecuentemente, por la atracción que ejercía sobre el turismo, alguien (muchos señalan de forma inequívoca al poeta don Eliseo Fortún, aunque no se tiene seguridad absoluta) la había bautizado como “la literaturística ciudad”.
No había en la tal corredor de seguros, electricista, pequeño empresario, enfermera, meritoria de revista, jubilado, operario del gas, estudiante, diputado autonómico, desempleado, aparejador, ingeniero, etc., que recorriera las escasamente arboladas calles de la población sin llevar en las manos, o sin llevar entre manos, su novela histórica, repleta, y aun rebosante, de alfaquíes, muladíes, nazaríes, monfíes, cadíes, conversos, fátimas, sorayas, aixas, boabdiles, abeneshumeyas, isabeles, zaidas, zoraidas y zorahaidas.
Y para mayor estupefacción, algunos venían de fuera, ¡qué cosas!, a exhortar que era increíble nadie se hubiera puesto todavía a trabajar eugenias, marianas y demás hierbas locales. Con el cual exterior acicate o exhorto, se calcula que, ipso facto, unos treinta o cuarenta mil meritorios y meritorias se han arrimado a la labor, y hacia el otoño tendremos noticias eugenísticas o marianoides.
Pero si la cuestión de los novelistas, históricos o normales, llamaba mucho la atención, lo verdaderamente asombroso y que nadie podía creer era lo de los poetas: aquel enjambre, aquel bosque, aquella selva, aquella galaxia de cientos de miles de poetas concentrados en una misma localidad, dejaba perplejo y sin colores al más pintado. Incluso venían del extranjero a estudiar el fenómeno.
Unos afirmaban que era el agua lo que hacía fructificar tan exuberante cosecha poetil. Otros, que se debía al cruce histórico de las variadas culturas y sensibilidades que allí había ido dejando el poso de los siglos, en forma de ancestral semilla que ahora germinaba en tan inconmensurable granero de poetas…, o similares blablablases. Y algunos, en fin, defendían que la abundante e inextricable floresta de verseros la producía, sencilla y llanamente, el aire que por aquellos lares se respiraba. Pero no se sabía seguro.
El caso es que en dicha localidad, los pocos individuos o sujetos que no eran poetas llamaban mucho la atención; las autoridades los tildaban de sospechosos, y, por épocas, principalmente en primavera, cuando la feria del libro y el estallido de las margaritas, ejercían una discreta vigilancia sobre ellos, porque no se fiaban…
Además de esto, los no-poetas, esos seres extravagantes, suponían una verdadera vergüenza y oprobio para los paisanos, que los consideraban unos asociales y unos marginados, y a veces les decían de todo o les negaban la palabra. Aunque, en el fondo, los observaban disimuladamente con muchísima curiosidad: ¡claro, qué se podía esperar si los no-poetas eran menos de doscientos, diseminados entre los doscientos treinta y nueve mil ochocientos diecisiete poetas! Resultaba lógico el recelo: hay que comprenderlo.
Si, por ejemplo, algún no-poeta entraba en un bar a tomar algo, toda la clientela empezaba a cuchichear y a darse unos a otros con los codos señalando al intruso con la vista, enarcando cejas, y a decirse a media voz: “mira, mira, ¡ése no es poeta!, ¡un escándalo!, ¡no sé adónde vamos a llegar a este paso!”. Y los más condescendientes: “hombre, es que en este mundo tiene que haber gente para todo, ¡siempre han existido los raros!”. “Eso sí es verdad…”, contestaba alguna señorita poeta, quien, en la barra, sin levantar la cabeza, escribía versos en una servilleta de papel, mientras apuraba al mismo tiempo su infusión de menta-poleo.
Sin embargo, desde las ciudades vecinas, curiosamente y para perplejidad de los millones de sí-poetas, las instituciones de allá invitaban a los no-poetas a dar recitales y conferencias, porque, según decían, representaban a un grupo humano tan sumamente original y extraordinario, peculiar y único, que era muy curioso e ilustrativo oírles. Y se los disputaban y los agasajaban igual que si fueran mirlos blancos u osos polares negros.
Así pues, a gastos pagados, daban recitales de no-poesía y sugerentes conferencias, con llenazo asegurado, que tenían títulos como “Por qué no soy poeta” (que era una de las de mayor éxito). O “Tribulaciones, marginaciones y otras circunstancias adversas de un no-poeta en la ciudad de Tal” (y aquí el nombre de la ciudad de que hablamos).
Ciudad en la que, ante esto, se consolaban autoridades y sí-poetas divulgando que lo que pasaba es que los vecinos les tenían una envidia venenosa y corrosiva, y por tal motivo invitaban a esos extravagantes no-poetas, y no a ellos, a dar charlas y recitales. Que no se consuela quien no quiere.
Y así transcurrían las horas y los días en la literaturística ciudad de Mario.
J. Ch.
(Este artículo del maestro, poeta y articulista Juan Chirveches se ha publicado en la edición impresa del diario IDEAL Granada, correspondiente al lunes 29 de julio de 2013)