Yo nací y viví hasta que fui a Granada en Castilléjar, un pueblecito del norte de la provincia a gran distancia de la capital. Pero no, yo soy de Granada. Fueron suficientes tres años para sentirme así. Porque ahí viví tres años maravillosos, los tres años que estudié Magisterio en la Normal. Esos tres años, con todas sus vivencias, donde no faltaron estrecheces, agobios y dificultades varias, bastaron para que Granada sea mi casa, sea el lugar de donde yo me siento. Sí, es algo que no hay palabras suficientes para describirlo pero que yo tengo y llevo muy dentro de mí.
En esos años viví junto a otros estudiantes en el Realejo, en calle Alhóndiga y en el barrio de los Pajaritos, junto a la estación. Y aunque, como he dicho no faltaron atolladeros y agobios, fueron muchas más, muchísimas más las vivencias positivas, las emociones que quedaron selladas en al alma, y las alegrías juveniles de un muchacho de pueblo, idealista y soñador que en medio de esas increíbles y fantásticas calles de Granada y en las escaleras, aulas y pasillos del precioso edificio que entonces albergaba la Normal, en su campito de fútbol del que tantas veces se nos escapaba el balón a la Gran Vía, quedaron marcadas para siempre, gracias a esos tres maravillosos años que, junto a todos vosotros, tuve la enorme suerte de vivir. Y que marcaron ya para siempre mi vida.
Y esto no es poesía. ¡Ya me gustaría ser un buen juntador de palabras! No, esto que escribo son sentimientos marcados, sellados. Es vida.
Fue a finales de los años setenta y principios de los ochenta cuando más insistí a la sevillana de mi mujer para irnos a vivir a Granada a la que tanto añoraba, pero fue inútil. El miedo a los inviernos granadinos le dificultaban abandonar la Málaga que tan bien nos había acogido y tratado a los dos. Siempre me ha dicho mi hermano: “Tú, ya eres malagueño”. Pero no es así, “yo soy de Granada” proclamo a tiempo y a destiempo, cada vez que tengo ocasión. Así me siento, aunque físicamente resida a ciento y pico de kilómetros.
Quiero completar esta riada de sentimientos que he volcado entre las teclas del ordenador con varios agradecimientos:
– Doy las gracias a mis padres y hermanos mayores que se esforzaron para que yo estudiara en Granada.
– Doy las gracias a mis maestros del pueblo. No he podido olvidar a Don Miguel Lozano Fernández y a don Eloy Ferrer. Dos colosos de la enseñanza.
– Quiero citar aquí y agradecerles aunque la mayoría no pueden leer ya esto a los “vejestorios” que encontró este inexperto pero osado jovencito cuando recién aprobadas las oposiciones llegué y estuve durante tres cursos en el colegio “Bergamín” de Málaga y a los que con solo verlos juzgué de anticuados y carcas, hasta que solo unos días más tarde descubrí que si quería ser un buen maestro, tenía que acercarme a ellos, hablar con ellos, rozarme y suplicar que quisieran darme algo de la mucha sabiduría que sobre Pedagogía práctica tenían. Otros colosos de este mundo nuestro. No me resisto a citar, aunque me alargue, a Don Manuel Arévalo, Don Juan López Valor, Don Antonio Gil, Don José Valladares (perdona Pepe y permíteme que, como siempre no aparezca tu primer apellido, Fernández, ya sabes por qué. Un abrazo si lees esto).
– Y, ¿cómo no citar en este apartado de agradecimientos a los que hemos convivido casi treinta años en el colegio “Ciudad de Mobile” de Málaga? Aquí no puedo poner nombres porque la lista sería interminable. Aún nos reunimos a final de curso y en Navidad para comer juntos. Un compañero y una compañera, egoístas ellos, nos han abandonado porque tenían prisa para ejercer por toda la eternidad en el cielo. Hablar de todos ellos daría para varios libros, hemos sido una familia; no, mucho más que una familia. Entre ellos varios granadinos. Un día de 1986 en respuesta a la nueva normativa y en ausencia de candidatos, me eligieron a mí como director porque sabían que no era necesario alguien muy dotado para el cargo ya que ellos y ellas se lo iban a poner muy fácil. Así lo hicieron hasta que me jubilé en 2010. También aquí he convivido con maestros y maestras fuera de serie.
– También quiero recordar de entre nuestros profesores a Don Agustín, al que he guardado un cariño especial, a Don Nicolás, al que aprecié como un hijo por motivos especiales. A las dos María Luisas que nos van a acompañar en el encuentro. A una porque siempre me he preguntado cómo se las arreglaba para que todos los alumnos nos matáramos estudiando sus apuntes de Didáctica. Claro, así al final aprobaba todo el mundo. Y a la de Música porque soportó con agrado que me levantara como voluntario cada vez que así lo pedía, porque no tenía otra forma de intentar vencer mis escasas dotes para la Música. Así pude superar lo que para mí era una montaña. Y guardo un recuerdo especial también de don Pedro el cura que nos daba Religión, para mí un hombre santo que no solo transmitía conocimientos sino que, por lo menos a mí, me ayudó en mi vida de fe. Bueno y a Don Jacinto, doña Donatila, don José Vera y tantos otros que todos recordamos.
«Quiero manifestar aquí también que en el ejercicio de esta bendita profesión que tanto me ha dado y a la que me he entregado con esmero y esfuerzo he podido tratar, como imagino que todos vosotros, a muchos buenísimos alumnos, padres francos, generosos y serviciales con algunos de los cuales guardo una buena amistad» |
– Quiero manifestar aquí también que en el ejercicio de esta bendita profesión que tanto me ha dado y a la que me he entregado con esmero y esfuerzo he podido tratar, como imagino que todos vosotros, a muchos buenísimos alumnos, padres francos, generosos y serviciales con algunos de los cuales guardo una buena amistad, incluso algún muy buen inspector e inspectora, quizás en singular, pero hay dos con los que aún mantengo también una cordial y afectuosa relación; magníficos profesionales y excelentes personas.
– Y por último, muy especialmente quiero dar las gracias a los organizadores de este encuentro, al tiempo que a todos vosotros os envío un cálido saludo porque tuve la suerte de compartir tantas cosas y, aunque en la distancia, hemos vivido más o menos vivencias parecidas formando una generación fructífera y eficaz para el mundo en que nos ha tocado vivir. Gracias a todos.
No podría acabar este escrito sin citar que fue en Granada. Sí, en Granada conocí y enamoré a mi mujer. Bueno, no se si fui yo el que la enamoró o fue ella la que me enamoró a mí, ¡Quién sabe! El caso es que en un banco del paseo del Salón, junto al templete, sellamos el inicio de una relación fantástica de la que nacieron tres hijos estupendos.
José Pinteño Gea