Por cierto, algún tipo de campo magnético debe conservar para con nosotros el Edificio del Americano. Hace años se celebró en el Restaurante Velázquez, en ese mismo edificio, una comida de la promoción de Maestras del ’68. Solo asistieron mujeres, a pesar de que tengo la seguridad de que por aquel entonces los hombres ya habíamos sido inventados. ¿Conservaría, a pesar del tiempo, la luna del espejo del biombo de la escalera alguna influencia sobre ellas? Misterios de los espejos, que son muy suyos.
Nuestros recursos económicos en aquella época eran muy escasos. El poco dinero de que disponíamos, conseguido en trabajillos eventuales, había que reservarlo para pagar a escote los gastos del guateque, para ir al cine con tu novia el sábado o el domingo, o para tomar un vermú en las Bodegas Castañeda al bajar de la Alhambra.
Mucho mejor nos habría ido si los tecnócratas de entonces hubiesen conocido el paradigma económico actual, tan científicamente fundamentado, y sobre el que se han construido las Leyes por las que se rige el comportamiento errático de “los brotes verdes” o la Teoría cuántica de las partículas de “la luz al final del túnel”. Premio Nobel de Economía seguro. Compartido, eso sí.
Pues bien, estoy convencido de que con aquellos escasos pertrechos financieros en nuestros bolsillos, la relación que teníamos con la Cafetería Velázquez era más bien sensual. Sí, sensual, de los sentidos. No podíamos permitirnos mucho más. Al pasar podías ver que el interior, a la hora del desayuno, estaba abarrotado. Podías a ver en la barra, entre otros clientes, a algunos profesores de la Escuela, a inspectores (la Inspección ocupaba los bajos junto al patio en el que hacíamos gimnasia los niños) y, cómo no, a las pintorescas e inseparables funcionarias de la Secretaría de las niñas.
Desde la acera también nos llegaba el tintineo de las cucharillas removiendo el azúcar, el borboteo de la cafetera o el silbido del calentador de leche. Los olores a ‘café del bueno’ y a las tostadas recién hechas fluían desde el interior. La verdad sea dicha, el gusto lo usábamos poco en esa cafetería. Pero el tacto sí. El tacto lo usábamos cuando empujábamos las puertas para ir al servicio, o cuando entrábamos a pedir, eso sí, «por favor», un vaso de agua, para no hacer mucho gasto.
¿Y el Estanco? Nuestra relación con el Estanco era distinta. Como es natural, vendían tabaco, el papel de escribir, los sobres y los sellos de Correos (hoy en día abocados a ser relegados a la categoría de animales mitológicos). Y pliegos de papel de barba. Con frecuencia entrábamos, porque una compañera de Clotilde, mi novia, solía confiarle la correspondencia que le enviaba a su novio en Barcelona y dinero para el sello, que comprábamos allí, y después la echábamos en Correos, que nos quedaba de camino. De las respuestas del novio no teníamos que encargarnos.
Comprar un paquete de tabaco en el estanco era mucho dispendio. Te apañabas con cigarrillos ‘sueltos’ que te vendían en los quioscos de las cercanías. Pero había en el estanco alguna especie de objeto oscuro y sádico que no dejaba de irradiar unas miasmas de las que nadie nos librábamos. Un día descubrimos que eran las pólizas las que tenían la culpa. Las pólizas y el papel de pagos al Estado. En la época de las matrículas, después de aguantar la cola para llegar hasta la Secretaría, siempre te faltaba alguna póliza y tenías que salir corriendo hasta el estanco a buscarla.
– Pero si acabas de estar aquí comprando pólizas!
̶ Pues eso.
El estanquero abría unas carpetas de cartulina que contenían enormes pliegos de pólizas de diferentes valores y colores. Todas iguales en forma y tamaño, separadas por filas e hileras de pequeñas perforaciones. Amenazantes. Inmisericordes. Te hacías con el papelito y, cuando volvías, habías perdido la vez en la cola de la matrícula. ¡Me dio una pena cuando desaparecieron…!
Sería imperdonable que me olvidara de la compra más surrealista que hemos hecho en ese Estanco: el papel de fumar. No para liar nada raro ¡qué va! Nuestro candor nos impedía ver más allá de Algeciras. El triste final de ese delicado papel era convertirse en una nutrida colección de diminutas e irreconocibles figuras de papiroflexia que teníamos que elaborar para la asignatura de Trabajos Manuales, pegarlas en una cuartilla y, para poder apreciar algo, mirarlas con una lupa. ¡Ni Ionesco lo hubiera concebido mejor! Ah, y tenías que llevar un alfiler en la solapa de la chaqueta como herramienta para poder manipularlas. Sin embargo, hay que reconocer que los compañeros más habilidosos hacían auténticas maravillas con el ínclito papelito de fumar.
El nivel de surrealismo de las clases de Trabajos Manuales sólo era comparable con el del impacto que nos causaba cada mañana la visión de un misterioso coche, un antiguo Citroën largo y negro, muy negro, aparcado frente al Instituto. De Eliot Ness y sus Intocables decían que era. Nunca me lo creí. Más bien pienso que se trataba de una leyenda urbana, porque con frecuencia teníamos que empujar para ponerlo en marcha. Y esas deslealtades de la mecánica nunca las padecen los mitos.
Y, por último, la Librería-Papelería Cultural. Esa era la más imprescindible de los tres. La vecindad con la Normal, y su dilatado tiempo de convivencia con ella, la habían convertido en un establecimiento bastante especializado en proporcionarte todo lo que de papelería necesitaras para cumplir con tus asignaturas. Como nos cogía al lado, allí comprábamos la tinta, los palilleros y los distintos tipos de plumillas para la Caligrafía. De allí nos surtíamos de los materiales necesarios para confeccionar los murales de Prácticas o los Trabajos Manuales, y las cuartillas para tomar apuntes. Sí, cuartillas porque los folios eran más caros y del formato A4 tardaríamos años en saber. Si la memoria no me falla creo recordar que también tenían papel pautado para la Música y en el escaparate alguna que otra encíclica y publicaciones emanadas del recién clausurado Concilio Vaticano, que podríamos necesitar en Religión, por mencionar algunos ejemplos. En fin, la librería era como un ‘centro de recursos’ que siempre teníamos a mano.
Abrían temprano. Quizás antes de que empezaran las clases de la mañana. Por eso, en muchas ocasiones, la parada en la papelería era obligada antes de entrar a clase: se nos habían despuntado las plumillas y ese día había Caligrafía. O compras de emergencia para hacer o terminar algún trabajo del que nos habíamos olvidado y que algún compañero samaritano te recordaba. Tocaba correr a la Cultural y después terminar a toda prisa el trabajo sobre los bancos de las galerías.
A propósito, los versos del principio pertenecen a una de las Rimas, de las Obras Completas de G. A. Bécquer (Ed. Ferma. Barcelona, 1966), libro que precisamente se exhibía en el escaparate de la Cultural y que le regalé a Clotilde en mayo de 1967. Aún hoy forma una pequeña parte de nuestros aquellos inolvidables años.
José Luis Maldonado Castillo
Octubre, 2013