Seguramente no todos tendríamos los mismos fines ni querríamos alcanzar las mismas metas. Cada uno de nosotros probablemente estaría allí debido a circunstancias diferentes, pero había algo que nos unía a todos: íbamos a ser maestros. Y eso implicaba que durante un largo periodo de tiempo estaríamos juntos, tendríamos una serie de intereses comunes, compartiríamos muchas horas, nos apoyaríamos unos a otros, en definitiva, seríamos compañeros. De aquella convivencia saldrían amigos entrañables o enemigos irreconciliables; noviazgos e incluso matrimonios.
Cierro los ojos y me veo un día de principios de octubre, con un gran saco lleno de ilusión a la espalda subiendo la escalera de la Escuela Normal. Aquella escalera que al llegar al primer rellano se dividía en dos ramas: la de la derecha para las chicas, la de la izquierda para los chicos. Porque entonces la moral y las buenas costumbres no permitían lo que con el paso del tiempo hemos llamado pomposamente “coeducación”, y que en realidad no es más que una consecuencia lógica de la sociedad y de la propia vida.
Aquel día me encontré por primera vez con muchas de las que, con el paso del tiempo, se convertirían en grandes amigas y con otras que no lo serían tanto. Conocí a profesores a los que no llegaría a apreciar, por mucho que lo intentara y a otros a los que hubiera querido parecerme cuando terminara mis estudios. No quiero mencionar a nadie en particular ni de las primeras ni de los segundos, aunque de unas y de otros guardaré siempre un grato recuerdo.
Tres o cuatro días antes había llegado del pueblo, porque yo era una chica de pueblo, y me había instalado en una residencia. Para mí aquello fue una novedad y la independencia que yo presuponía que iba a tener me embriagaba, aunque la residencia fuera de monjas, y, como podría comprobar con el paso del tiempo, esa independencia fuera bastante limitada. No obstante, el hecho de vivir fuera de mi entorno, de mi hogar, sin padres que me fiscalizaran, me parecía algo estupendo. En adelante yo marcaría mis tiempos, viviría a mi aire, dispondría de mi vida como se me antojara.
Cuando ahora pienso en aquellos días, me doy cuenta de que el concepto de SER independiente siempre ha estado presente en mí. Posiblemente en aquel momento la idea de ser libre estuviera sobredimensionada. Cosas de la juventud, supongo. No obstante, aquellos primeros meses de “libertad” fueron maravillosos. Aunque básicamente siguiera haciendo casi lo mismo que hacía en mi pueblo (ir al cine, tomarme un café, dar un paseo, ir a misa…), parecía distinto porque lo hacía con personas diferentes.
Aquel primer año fue trascurriendo con algún que otro problemilla de adaptación. Pasada la borrachera de los primeros meses, el tiempo parecía ralentizarse. Echaba de menos a mis padres, las discusiones con mi hermano, a mis amigos del pueblo y cada dos fines de semana iba a casa. ¡Cuánto disfrutaba aquellos reencuentros! Llegaron los primeros exámenes. Días de mucho estudio y noches en las que, en la residencia, casi todas las chicas nos quedábamos estudiando hasta bastante tarde. En algún momento de la noche nos dábamos un respiro, nos reuníamos en alguna habitación para hacernos alguna que otra confidencia y tomarnos un café.
En mis recuerdos ocupa un lugar especial las noches en que la Tuna iba a cantarle a alguna chica de la residencia y todas salíamos en tropel a la ventana. ¡Qué agradable era despertarse con los aires de “Clavelitos”, o de “ Sal al balcón”, o de cualquier otra canción típica de una serenata! Todos los de nuestra generación sabemos lo que quiero decir.
Y así, poco a poco, con éstas y otras cosas parecidas, llegaron los exámenes finales, y aprobé todo el curso, y me sentí genial. Y pasó el verano, y empezó el curso siguiente, y otro verano, y otro curso, y la reválida… Despedidas, abrazos, alguna que otra lágrima y promesas de amistad eterna. Cada uno de nosotros emprendió su camino y ahora nos hemos reencontrado con muchos de aquellos chicos (ya un poco menos chicos pero con mucha ilusión) que un día de octubre de hace cuarenta y cinco años se encontraron por primera vez.
Deseo, de corazón, que este encuentro no sea el último.
María Rosario Muñoz Muñoz
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