Toda convivencia se fundamenta en la existencia de unas normas que hay que cumplir y en la existencia de un clima de disciplina, que consiste en instruir moralmente a otro exigiendo la observancia de tales normas, aplicando, si es necesario, unas sanciones si dichas normas se incumplen. Tanto el cumplimiento de las normas como la existencia de una disciplina son valores poco estimados actualmente. Hoy se prefiere vivir sin restricciones, sin compromisos y en un clima más flexible y de menor exigencia.
Las normas han de fundamentarse en un valor, si no es así, éstas se convierten en mandatos caprichosos y absurdos; y quienes las imponen han de explicar adecuadamente los valores que las fundamentan, con objeto de que su cumplimiento sea entendido como una exigencia ética y no como una imposición absurda. Igualmente ha de exigirse el imperio de la disciplina, ejercida desde principios democráticos.
Cuando un profesor castigaba antes, el alumno rogaba que, por favor, sus padres no se enterasen, porque si no sería castigado también por ellos; hoy, cuando se le castiga no ruega secreto al educador, sino que amenaza con decírselo a sus padres para que vengan a enfrentarse con el maestro. Esta actitud tan diferente nos da idea de cómo el principio de autoridad se ha ido perdiendo con las nefastas consecuencias que ello representa para la educación.
«Hay padres y educadores que sí asumen su responsabilidad y practican respecto a los educandos las tres reglas de oro necesarias para educar con éxito: el cariño, el respeto y la exigencia». |
La convivencia se puede deteriorar por múltiples causas: familiares y sociales, permisividad, inexistencia de modelos educativos y falta de preparación de padres y educadores. En cuanto a la primera causa, cada día aumenta el número de familias rotas, muchas veces en un clima de enfrentamiento, y los hijos son los que pagan las consecuencias de tales rupturas, lo cual genera el llamado “niño llavero”, que puede entrar en casa cuando quiera o salirse cuando los amigos lo llaman, porque no tienen el control de ningún progenitor. Según las estadísticas, el 90% de los conflictos escolares son producidos por niños que tienen problemas familiares graves.
La permisividad se ha constituido en el fundamento de la educación. Los niños reciben cuanto piden, a veces incluso más: nadie les exige casi nada, ni en el ámbito educativo, ni en su comportamiento, ni en su colaboración familiar o social. Todos los familiares luchan por ganarse el cariño del niño ofreciéndole más regalos que nadie y no incomodándolo. Nadie asume el papel de “malo” y la educación no la ejerce nadie, sino que el niño se criará amparado en sus caprichos, en sus apetencias y en sus deseos. Por eso, cuando alguien le contradice o le arrebata lo que cree que es suyo irrumpe la frustración inmediata, y con ella la ira, el enfrentamiento y la violencia. Con esta actitud, estamos fomentando el desarrollo de niños caprichosos, mimados y violentos.
Desgraciadamente, hoy carecemos de modelos educativos, y si el niño no encuentra un modelo de vida coherente en sus padres o en sus profesores no tiene un asidero adonde cogerse, e irá dando palos de ciego permanentemente, tanto en la infancia como posteriormente. Esa falta tan frecuente de modelos genera un tipo de niño sin fundamentos morales, sin pautas de conducta que puedan repetir, sin control emotivo, sin formación del carácter y sin resistencia interior al fracaso.
Por último, hay padres y educadores que asumen su responsabilidad y practican respecto a sus hijos las tres reglas de oro necesarias para educar con éxito: el cariño, el respeto y la exigencia. Pero, hay otros, sin embargo, que o no saben o no quieren y actúan con enorme desacierto. Hay educadores “ausentes” que no dedican a sus hijos el tiempo necesario, con lo que éstos se harán seres insociables y poco cariñosos, puesto que nadie los enseñó a querer; los hay “autoritarios”, a cuyos mandatos deben someterse los niños, lo cual genera personas apocadas, con poca autoestima, infelices, sin autonomía moral y con grandes dificultades para enfrentarse al mundo; educadores “postmodernos”, que consideran a los educandos sus “amiguetes”, que mantienen con los niños una relación de igualdad en todo, de complicidad absoluta, de colegas, los cuales producen personas sin asidero ideológico ni moral, y la desorientación y la irresponsabilidad serán sus guías más frecuentes; hay educadores “de bolsa”, pues consideran que el niño es un producto de inversión, y arriesgan por él cuanto pueden, con tal de que triunfe en la vida y logre llegar donde el educador no pudo, no interesa que el niño madure adecuadamente y sea una persona feliz, sino que haga la carrera más brillante, aunque no tenga cualidades para ella, lo cual genera niños sin consistencia ideológica y casi ninguna vertebración moral, son personas que se convierten en esclavas de las cosas y del tener y desechan el ser y la felicidad.
En definitiva, si queremos volver a educar conjuntamente, como en otro tiempo se hizo, profesores, padres y colectivos sociales (lo que Marina llama “la tribu”), hemos de recomponer el entramado educativo y lograr entre todos un consenso en valores, que dé sentido a la educación, y un compromiso por ésta, puesto que los políticos hemos visto que no están dispuestos a sentarse para hacerlo, sino que cuando un partido gana hace su ley educativa, que tiene vigencia hasta que gana el partido de la oposición.
Juan Santaella López