Alexander Slidell Mackenzie, un joven yanqui en la Granada de 1827

 

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Si la figura Washington Irving es notablemente apreciada y reconocida en Granada, la de su compatriota el neoyorquino Alexander Slidell Mackenzie, probable introductor e inductor del alhambrismo de Irving, es escasamente conocida. Sus libros de viajes a España, el ya citado y otro posterior, Spain Revisited (España revisitada) de 1836, no han sido traducidos al español cuando múltiples y notables hispanistas (Ford, Robertson o el propio Irving) han reconocido sus méritos y atractivos al describir con naturalidad y rigor la España y sus gentes de aquella época. Incluso para los propios americanos, Slidell Mackenzie podría ser sólo un notable marino militar autor de biografías y cuya carrera se truncó en 1842 por un episodio oscuro en el que, siendo capitán del navío USS Somers, tuvo que hacer frente a un conato de motín con el resultado de tres guardiamarinas ajusticiados, uno de ellos hijo del Ministro de Guerra de EE.UU. Una corte marcial posterior lo eximió de cualquier culpa o responsabilidad pero su trayectoria militar quedó lastrada. Murió en 1848 años de un ataque al corazón.

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Era Slidell un joven de apenas 24 años cuando visita Granada en las fiestas del Corpus de 1827, el jueves 14 de junio según el calendario perpetuo, y abandona la ciudad en tiempo de la siega. Ya llevaba casi un año circulando por España, con una estancia larga de tres meses en el Madrid de la Década Ominosa plena de arbitrariedades y ajusticiamientos frecuentes y concurridos, que él expone con crudeza y desprecio contenido al rey felón, Fernando VII. Parece que hubo una protesta de la casa real al editor del libro, John Murray de Londres. El propio autor da constancia en su segundo libro de una orden del rey contra él, negándole la entrada en España y del retirada del primer libro, firmada en 1832, bajo la acusación de “denigrar a nuestro soberanos y hacer necia mofa de nuestras instituciones y costumbres” (p.  375) vertiendo “expresiones injuriosas contra el rey y la familia real de España, y burlas sacrílegas de sus leyes e instituciones” (p. 2).

 En el tercer volumen de su primer libro A year in Spain, en el que me voy a centrar, es donde descubre Granada y le dedica todo el capítulo II (desde página 23 a 43), que titula Viaje a Granada, el capítulo III (desde página 44 a 81) con el título de Granada, el capítulo IV sobre La Alhambra (páginas 81 a 115), el capítulo V (desde la página 117 a 140) que titula Paseando por Granada, el capítulo VI sobre Lugares de Granada (desde la 141 a 163); incluso la mayor parte del capítulo VII, Viaje a Ronda, transcurre por la provincia de Granada hasta que llega a Archidona (página 180). Concretando, la mitad del tercer volumen de 320 páginas está dedicado a Granada, espacio sólo equiparable al que dedica a Madrid, y podría estar muy influido por el libro Paseos por Granada, que Slidell cita al pie (p. 48) aunque yerra en el autor, Mariano Conde, cuando en verdad se trataba del canónigo Cristóbal Medina Conde, un plurifacético y curioso personaje del XVIII, burlador incluso del Santo Oficio.

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Slidell Mackenzie entra en Granada procedente de Málaga a través de Alhama por un camino de caballerías. Permanece en Granada una escasa quincena muy bien aprovechada, pese a que pretendía estar sólo una semana, y sale hacia Ronda por Loja y Antequera, por camino de mulas que no carretero, de “ruedas”, como él insiste en tal necesidad. Slidell es consciente del aislamiento secular de Granada anclada en vías del siglo XV, de los moros, a los que continuamente hace referencia positiva. Esta visión era ya propia de los viajeros románticos que hacen de Granada, antesala de orientalismo, aunque Slidell ofrece altas dosis de racionalidad y pragmatismo al reconocer las realizaciones del reino nazarita que le hace merecedor, ya como reino español de Granada, de una consideración diferenciada como ámbito geográfico, histórico y político del resto de reinos de España.

Sus descripciones realistas del paisaje, de los monumentos, en especial de La Alhambra y su entorno, y de las gentes ofrecen una imagen pormenorizada, fresca y juvenil de Granada y sus habitantes, pero ante todo es un episodio feliz en la vida de un joven bien acogido por la sociedad granadina de la época, que comparte eventos, casa familiar de acogida y admiración con un joven e inteligente mercader alemán en aquel Happy Valley (Valle Feliz), como él llama a una Granada feminizada gramaticalmente.

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Su placentero alojamiento en una casa particular de dos viudas, madre e hija: ésta una mujer rubia y de ojos azules aún joven y de trato amable. Su habitación era amplia y luminosa, dando la ventana al jardín de parras y flores, pero “si grandes eran las ventajas de su residencia, las ventajas sociales no eran inferiores; con bastantes conocidos por las cartas de presentación que amigos le habían procurado, en una país que ofrecía los más encantadores paseos, en una ciudad enriquecida con las más curiosas antigüedades y consagrada por las más interesantes asociaciones [¿masónicas?], pasa la quincena de su existencia que siempre permanecerá en su recuerdo como la más agradable de su vida” (p. 43).

La sociedad granadina se ve reflejada en su libro, desde las clases más altas que viven en torno al palacio arzobispal hasta las más humildes, como la digna y bella gitanilla que trenza sombreros de paja en una cueva del Sacromonte, los gitanos en general, los siempre presentes muleros en una tierra sin caminos de rueda. Presenta a los granadinos como personas amables, trabajadoras, respetuosas y hospitalarias aunque regidos por ineptos y corruptos. Su amigo Irving saldría después hastiado de la clase política española que tuvo que soportar en su etapa de embajador en España desde 1842 a 1845. Aquí es inevitable evocar la estrofa siempre actual del Cantar del Cid: “que buen vasallo si tuviese buen señor”.

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La visión socio-política que Slidell nos ofrece es la propia de un joven liberal, de educación protestante, comprensivo con la masonería tan perseguida entonces y después, que observa con entusiasmo a un pueblo netamente europeo aunque con unas peculiaridades que le parecen enriquecedoras y nada anticuadas. Es conocedor de su grandioso pasado, consciente de su decadencia momentánea, pero recuperable con probos dirigentes. No deja de admirar a ese pueblo que, ahogado por un sistema represor absolutista, sigue haciendo su vida con normalidad e incluso con cierta alegría; aunque aún habría de venir lo peor con más represiones incluida la que llevo
al cadalso a Mariana Pineda en 1831.

Slidell es sabedor del fuerte peso de la iglesia católica y de su sistema de diezmos en la vida española, y, por ende granadina, criticando la plétora de clérigos; de hecho, sus enlaces en Granada suelen ser personas afines a la Iglesia, aunque establece matices y diferencias entre jerónimos y cartujos siguiendo la distinción extrema entre rigoristas y laxistas de vida y doctrina, o al ejercito, resaltando su amistad con un capitán de la Guardia de Inválidos de La Alhambra.

Las vivencias personales se agrandan con descripciones de lugares y sobre todo con una larga lección de la historia de Granada: el origen de la ciudad, la corte y el reino nazarita, la toma por los castellanos, los moriscos, los libros plúmbeos, el paso de las tropas napoleónicas tan venturoso al principio pero aciago a la huida; pero también hay episodios populares como el del crimen del pescadero de Motril, que es descubierto cuando un paisano se percata que el asno del pecadero lo han vendido, y que fue penado con el ajusticiamiento en la horca de dos hombres reos de culpa aunque una mujer cómplice escapara de la pena capital.

Hay descripciones de la vida en Granada, de la afición de sus gentes a los perros de aguas y a las óperas de Rossini, con una peculiaridad de las representaciones de éstas, que transformaban los recitativos en ágiles y amenos diálogos, los paseos por el Salón, las frecuentes excursiones campestres, como la que vive con gozo el autor a Víznar parando en el palacio de Cuzco.

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Slidell no volvió a Granada, por desgracia en su segunda visita en 1834, a una España ya en la primera guerra carlista, no bajó de Madrid. No obstante, Granada es en cierto modo deudora de Alexander Slidell Mackenzie, un yanqui con dos apellidos, rara avis, pues el segundo lo asumió para recibir la herencia de un tío materno. Una edición facsímil del texto, que le dedica a esta ciudad y a los pueblos granadinos que recorre, junto con su traducción al español como textos paralelos, pudiera y debiera realizarse como reconocimiento a un joven yanqui que como palabras de despedida dijo: “Por mi voluntad, yo habría permanecido un mes o un año, o siempre, en aquel delicioso lugar pero …” (p. 164).

(*) Antonio Fernández-Cano es catedrático de Universidad de la Facultad Ciencias de la Educación. Departamento Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación.

Enlaces relacionados:

– Wikipedia: Alexander Slidell Mackenzie

– Google book: A year in Spain by a young american

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