Acabo de aterrizar, un verano más, en el pequeño pueblo donde paso dos o tres semanas al año. Un lugar sencillo y cálido. Turístico pero tranquilo. Yo diría que muy recomendable durante once meses al año. Agosto aquí es insoportable. Como siempre, llevo unos días sin madrugar intentando recuperar el sueño perdido las mañanas del invierno. He relajado mis horarios y rápidamente he sustituido unas rutinas por otras. Las dulces rutinas de verano que pronto echaré de menos.
El olor a café recién hecho inundando cada mañana los largos pasillos de los apartamentos. Los desayunos en la terraza, sin prisas por volver al trabajo. El pescado y la fruta fresca en el mercado. Playa o piscina. Comidas caseras y familiares. Paseos junto al mar. Conciertos al aire libre. La felicidad es fugaz y se alcanza solo en los pequeños detalles.
«Un verano más vuelvo a mancharme los dedos de tinta y reservo un par de horas a la lectura diaria del periódico. El placer solitario de separar sus páginas aún pegadas, de oler las tintas frescas sobre el papel húmedo por el viento de levante, de buscar a mis escritores favoritos y de seguir disfrutando con los textos de buenos periodistas» |
Un verano más vuelvo a mancharme los dedos de tinta y reservo un par de horas a la lectura diaria del periódico. El placer solitario de separar sus páginas aún pegadas, de oler las tintas frescas sobre el papel húmedo por el viento de levante, de buscar a mis escritores favoritos y de seguir disfrutando con los textos de buenos periodistas, algunos de ellos compañeros y amigos.
«El periódico es el pan de cada día, el tiempo de la vida diluido en presente (…) es una costumbre de la inteligencia y también de la mirada (…) uno desea y necesita costumbres, repeticiones, querencias, y entre ellas una de las más decisivas es la del periódico», sentencia Muñoz Molina en el magisterio de sus artículos semanales.
Pasados unos días, la holganza es general y pronto se hace cotidiana. Al mediodía, con los bañadores aún mojados, volvemos a casa. Los televisores ya están encendidos y este año vuelven a reponer ‘Verano Azul’, la mítica serie de nuestra infancia. Durante muchos años Televisión Española tuvo la mala costumbre de redifundir la obra cada verano hasta caer en el ridículo más absoluto y provocar el hastío de los espectadores. Hoy, mucho tiempo después, alguien en la televisión pública ajeno a los prejuicios del pasado y obediente de los recortes actuales, ha decidido recuperarla de nuevo. La serie es la misma. Pero las cosas han cambiado radicalmente a nuestro alrededor.
Durante la comida, observo a mi hija de siete años embobada e inmóvil frente a la pantalla disfrutando con las viejas aventuras de Tito y el Piraña, y me descubro en ella. Nuestros hijos son ahora como aquellos niños rebeldes que fuimos. Y nosotros somos ahora los adultos que les exigen lealtad y aprobación en todos y cada uno de sus actos. Es ley de vida.
‘Verano Azul’ retrata amablemente la sociedad española de los setenta. Una sociedad más poética y menos pragmática que la actual y desde luego, mucho más inocente. Sin ir más lejos, las travesuras de los niños de entonces consistían en hablar al revés para despistar a los mayores o meterse en una cueva durante una excursión. Y la inocencia de los adultos era confiar plenamente en la recién estrenada democracia y sus instituciones.
Fue una serie con una importante función didáctica que supo abordar con absoluta normalidad algunos temas sociales que habían sido tabú durante el franquismo (el divorcio, la sexualidad, las libertades, los conflictos generacionales…). Julia, una pintora solitaria, y Chanquete, un viejo marino, ejercían de tutores ejemplares de una pandilla de niños y resolvían sus dudas con la naturalidad que ni entonces ni ahora encuentran los padres.
Desde el punto de vista de la dirección, ‘Verano Azul’ es una brillante producción cinematográfica, realizada en exteriores (no en estudio) por el gran Antonio Mercero (‘La cabina’, ‘Farmacia de guardia’, ‘Planta 4ª’). Con una música extraordinaria de Carmelo Bernaola y unos guiones valientes e ingeniosos, a veces incluso surrealistas. Es magnífico el capítulo ‘La burbuja’, en el que un ser extraterrestre salva en la playa a Beatriz. Aunque parezca lo contrario, la serie tuvo una única temporada, compuesta de 19 episodios de una hora de duración y fue una producción propia de TVE. Algo impensable en el panorama actual de la televisión pública.
Es fácil distinguir los grandes cambios: los saltos de época, los cambios de gobierno y de reinado, la inauguración de las nuevas infraestructuras. Pero, a veces, otros cambios son tan graduales y sutiles que nos pillan por sorpresa. Este verano, aparte de admirar la serie de Mercero, he observado también algunos cambios incesantes en este pequeño pueblo, como el cierre de muchos negocios. Ha cerrado el gran cine de verano que había junto al parque y que pronto estará en ruinas.
El supermercado del barrio está ahora en manos del chino Ying Huang, que se hace llamar Carlos entre los atónitos clientes de toda la Contra lo que suele pensarse, todos los veranos no son iguales. Ni mucho menos. Este verano, un año más, pasaré dos o tres semanas en el pueblo, sencillo y cálido, donde se rodó en 1979 la magnífica serie ‘Verano Azul’. Hace ahora 35 años. Pura casualidad.
JULIO GROSSO MESA
(Este artículo se ha publicado en la edición impresa del Diario IDEAL en sus ediciones de Granada, Costa, Almería y Jaén, correspondiente al lunes, 28/07/2014))
OTROS ARTÍCULOS DE JULIO GROSSO MESA INCLUIDOS EN IDEAL EN CLASE: «Señales» (09/03/14) «Cultura en Televisión» (15/01/14) «De la impunidad» (13/12/13) «El buen maestro» (12/11/13) «Generación invisible» (28/10/13) «Puedes cambiar de ciudad» (13/10/13) «La educación vivida» (22/09/13) «La televisión no ha muerto» 28/08/13 «Match Point»(30/07/13) «Gestos e imágenes de Barack Obama» (16/11/2012) «Educación, humanidad y respeto» (09/08/2012) «De espaldas a la Alhambra» (19/06/2012) «Viaje al universo de Punset » (16/02/2012) |