Esta seño no es como la del año pasado, ni los besa ni los abraza, les habla mal y los obliga a trabajar, les impone una disciplina y a mi niño, que está muy bien educado y es muy obediente, ya lo ha cambiado dos veces de sitio y le dice que no hable mientras trabaja, que molesta a los demás, ¡¡Mi niño!! Inadmisible, al paredón esa profesional que ha estado dos meses de vacaciones para venir ahora a meter en cintura a estas criaturitas del señor.
Todas las demás madres callan y asienten, salvo alguna que con un poco de sentido común les recuerda que los niños están allí para ser formados, que no es una enseñanza voluntaria en la que cada uno puede o no ir, pueda o no hacer los trabajos, y que parece que han olvidado que después de más de dos meses entre adultos, muchas veces sin una disciplina en comportamientos, horarios y labores, meter a los niños en un aula, alrededor de veinticinco, donde tienen que aprender a leer, escribir, sumar, restar, conocer las materias propias, construir un aprendizaje, aprender a respetar a los demás, a tantas y tantas cosas que luego la propia familia y sociedad les va a exigir no es tarea baladí.
Pero la madre sigue erre que erre, con su niño, que le ha dicho eso, y ya puede decir la maestra lo que quiera, que su niño no miente, y que eso va a misa, y a ver qué es lo que va a pasar con esa señora tan estirada.
Alguien le recuerda que luego esos niños, cuando son adolescentes y algo más, echan de menos esa disciplina, que acaban hasta las cejas de fármacos para poder establecer unas condiciones mínimas de sociabilidad, porque han pasado de ser los niños mimados y obedecidos a adultos sin control, y que esas actitudes y comportamientos se labran desde chicos, y que son los padres en las casas, y los maestros en las escuelas con el absoluto respaldo de los padres, quienes tienen que establecer y fomentar esos respetos a las normas y sembrarlos en el interior de cada cual. Pero esa madre está enrocada en sus trece. Y es que su niño le ha contado, y punto.
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