Este espíritu manjoniano inspiró a lo largo de su vida la labor profesional de D. Juan Oliver, puesto que su fin no era otro que el formar a sus jóvenes alumnos para que llegasen a convertirse en el futuro en personas de bien. Terminados sus estudios de magisterio aprobó las oposiciones a maestro en Sevilla y comenzó el ejercicio de su profesión en dos municipios de la provincia de Sevilla: Puebla de Cazalla y Estepa.
Posteriormente y tratando de acercarse a su localidad natal, obtuvo la plaza en El Fontanal, anejo de Pozo Alcón y al año siguiente fue destinado a Zújar, su pueblo. En 1951 contrajo matrimonio con Martirio Fernández Hortal y fruto de ello fue el nacimiento de cinco hijos: Juan Manuel, José Vicente, Pedro Antonio, Mari Paz (fallecida) y Francisco Javier. Toda esta labor desarrollada en Zújar hizo que el ministerio de educación Nacional, a través de la Dirección General de Enseñanza Primaria y con motivo de la celebración del día del maestro, otorgara a D. Juan con fecha 27 de noviembre de 1963 un premio con el que se distinguía a los mejores maestros de cada provincia, premio que se entregaba en el Teatro Isabel la Católica de Granada.
En el curso 1967-68, ante la necesidad de que sus hijos pudiesen seguir sus estudios, solicitó el traslado al municipio de Atarfe y posteriormente al de Granada, donde se jubiló por enfermedad en 1982. En el blog de “Miradas al ayer” de Zújar, esa página que desde Guadalinfo nos brinda la oportunidad de retroceder en el tiempo y poder ver y leer cosas que ya tienen en color del otoño, aparecieron el día 27 de agosto de 2014 unas líneas que nos devolvían a la vida a esta persona admirable: don Juan Oliver Pérez, “mi mejor maestro” al que dediqué en su día unas palabras de admiración en mi libro “No matéis al gorrión” y en la versión posterior de “Al lado de tierra santa”, que algunos saben fue finalista en el Premio Azorín de 2012 de la Editorial Planeta y la Diputación de Alicante, y número uno en ventas en todo el mundo de la editorial Umbriel (Urano) en formato de libro electrónico, por lo que siento un especial gustazo de que don Juan haya sido leído en medio mundo.
Pues bien, al leer esas parrafadas escritas por sus propios hijos, cortas a mi entender en admiración a lo que fue su padre y mi maestro, llegaron a mis pensamientos unos tiempos que creo hicieron mella en mi carácter e ideales, así como también en el pilar donde se sustentan mis creencias de que el mundo es un poco mejor con personas así. Dicen sus hijos que don Juan estaba impregnado por la idea recibida a su vez de don Andrés Manjón, de que los maestros debían ser formadores de caracteres, pues no cabe duda de que él a su vez forjó algunos, entre los que me encuentro yo. En solamente un año don Juan me preparó para acceder a una de las escasas becas que el régimen franquista proporcionaba a los pobres (pero al parecer potenciales estudiantes), y eso a pesar de no ser yo precisamente uno de los que “hincaban el codo”, pero por lo que se ve, don Juan vio en mí lo que otros no pudieron o quisieron ver.
Yo estaba entonces a punto de acabar el colegio y, mi nuevo maestro, don Juan, nada tenía que ver con el anterior. Ya no me dolía el estómago cada mañana al ver su cara y hasta éramos más aplicados y puntuales que antes. Nos gustaba aprender. Don Juan me “organizó” para hacer dos cursos aquél año, parecía que tuviese prisa. Él, claro, porque yo no era muy aplicado, pero el caso es que al final lo conseguimos y aquél año recibimos felicitaciones ambos y por igual… Aquella fue la primera vez que recibí halagos, en vez de palos. Don Juan era un buen maestro, de los que nacen para enseñar. En él todo era dedicación y buen trato. Nos daba libertad y nunca maltrató ni pegó a nadie, y sin embargo se hacía respetar. Perdimos de vista la vara de olivo del anterior y —de paso— su figura que destilaba rencor… El caso es que aquel año aprendí con él, más, que con todos los otros juntos.
Recuerdo que —a pesar de que yo era muy niño para darme cuenta entonces—, don Juan me tomó como algo suyo y juntos conseguimos en unos pocos meses más que con otros en años, también, que el tiempo en que él fue el maestro y yo el alumno, le cogí el gustillo a los libros y empecé a valorar el trabajo. También lo recuerdo hablando con mis padres diciéndoles que él se ocuparía de todo; que era una oportunidad para alguien como yo, de familia pobre, pero preocupada por el futuro de sus hijos que entonces pasaba por labrar o hacerse un hueco en un mundo mejor y que seguramente, mi padre, sin estudios, pero con afán de no querer para nosotros el deslome que acarreaban las labores del campo, se sacrificarían todo lo posible en bien de nuestro futuro. Y un día que recuerdo como si fuese ayer, me vi sentado en un pupitre de un colegio de Baza con unas cuartillas delante de mis ojos que más parecían un test de psiquiatras que un examen de instituto, y de esa “tanda” centenaria de posibles salimos dos de Zújar con “pasaporte” para Granada.
Ni que decir, que mis padres se embarcaron en un gasto inasumible a pesar de ser becado, pero supongo que hicieron en aquel momento lo que todos haríamos por nuestros hijos y, al año siguiente, yo estaba en el “Emperador Carlos” de Granada internado, haciendo viajes a pie (dos de ida y dos de vuelta), al instituto Padre Suarez que está enfrente del Triunfo (que ahora, cuando voy a Granada y paso por allí, a veces miro desde las verjas y que creo es mixto, no como antes) mientras mis hermanas se sacrificaban en “los tomates” de Alicante para poder sufragar el gasto que les ocasionaba y mi padre trabajaba todos los días de su vida, como siempre. Luego, como pasaba en tantas casas, el destino nos envió a cada uno a donde le dio la gana y don Juan siguió por unos años más en Zújar en su labor de buen maestro y, yo, junto a mi familia, a empezar otra vida en Barcelona.
«Espero que, algún día, el nombre de este maestro de maestros esté grabado en una placa de alguna calle o plaza de Zújar, su pueblo que tanto le debe y junto a otros que lo merecen por igual, porque a veces la justicia no está al lado de los reconocimientos». |
Nunca más vi a don Juan a pesar de no despegarme por mucho tiempo de mi tierra, pero el paso de los años nos llevó a cada cual a su vida y nos separó para siempre. Lo que no pudo evitar el tiempo es que quedara para siempre en mi memoria su forma de actuar. De él aprendí que, las letras, o el trabajo, no entran con palos (aunque a veces sí con un tortazo bien dado a tiempo) sino con la transmisión de la responsabilidad y el gusto por las cosas bien hechas, también, que para imponer autoridad no hay que ser un tirano, sino predicar con ejemplo… De mi padre aprendí que el trabajo es una responsabilidad y que hay que hacerlo bien y a gusto; de los dos (y otros que ahora no vienen a cuento), lo que creo que soy.
Siempre he dicho que en Zújar habría que homenajear a personas ilustres que han d
emostrado o demuestran sus méritos, y don Juan Oliver es uno de ellos, porque fue un honorable profesional y una referencia para todos. Espero que, algún día, el nombre de este maestro de maestros esté grabado en una placa de alguna calle o plaza de Zújar, su pueblo que tanto le debe y junto a otros que lo merecen por igual, porque a veces la justicia no está al lado de los reconocimientos.
El silencio
Quiero dedicarte unas líneas
manifestar la zozobra
que siento en el alma.
A ti,
luz en tinieblas
te consagraste a la
dura tarea de educar,
y, un algo especial
te caracterizó.
Y dejaste huella en
todos los que aprendimos
a tu lado…
Es parte de un poema que le dedicó don Mariano Navarro Fernández (1984)
Y finalizo con este fragmento de mi libro, ‘Al lado de tierra santa’:
“A los pocos minutos, poco a poco, al fondo del llano ya se veía acercarse la gran humareda negra que dejaba un rastro tranquilo y alargado que pintaba de oscuro el inmenso cielo azul, como en las películas, y poco a poco se acercó más y más, emitiendo un pitido que atravesaba los oídos. Cuando paró, el corazón me bombeaba sangre con más potencia que la inmensa locomotora Baldwin. Disimulé como pude la emoción del momento, no quería que vieran como me temblaba todo, hasta el pensamiento. Paró unos minutos y subimos al vagón. Estaba vacío. Dejó mi padre la maleta sobre un asiento de madera que estaba duro como las piedras del carasol, después se despidieron todos y bajaron, pero antes, Isabel me dio un beso en la cara que llegó hasta mis huesos… Fue la primera vez que sentí en mi cuerpo la calidez de sus labios.
Sonó nuevamente el silbato del jefe de estación y después de soltar una nube de vapor, poco a poco, empezó el tren a deslizarse sobre los interminables raíles de la vía. Todos estaban tristes…, y yo también. Creo. Quedaron allí todos parados como estatuas en el llano, menos el perro de mi vecino que se había pegado a mi casa al morir el nuestro y que corría más deprisa que el tren, pero que al ver que la carrera no tenía fin, se rindió a la máquina que cogía velocidad. Se paró, dobló sus orejas y, después de pensarlo, con resignación, dio la vuelta despacio. Creo que también quedó triste. Poco a poco se alejaron sus figuras del tren y de mi vista y, con un nudo enorme en mi estómago, me fui pensando en todos ellos y lo que dejaba atrás. Me senté en el asiento del vagón que estaba duro como una piedra y empecé a pensar en cómo serían los próximos días en la capital y en mi vida… También, que tal vez mis profesores no serían tan buenos como don Juan y que a lo peor serían de los que arreaban para que las letras entraran… Pero eso ya sería otra historia”.
Antonio Medina Guevara. Miembro fundador de la Asociación de Escritores del Altiplano (AEAGRA)