Leandro García Casanova: «Aquel verano del 76»

Granada, 26 de julio. “Me falta poco para irme a Madrid pues no tengo ningún trabajo en perspectiva. Ayer hicimos una fiesta en casa de Clara, que está igual que siempre, aunque ella no resplandece por su físico. Lola se había cortado el pelo y Ángeles me contó que para octubre también se marcha con su familia a Valencia. Está bastante apenada al pensar que tiene que dejarnos, y me confesó que se siente rechazada por Salvador. Tiene tal pesimismo, que me pidió que le llevara un ramo de flores porque decía que se iba a morir. Traté de animarla diciéndole que no se olvidara de invitarme a su boda. Mañana es posible que la llame por teléfono y la invite a darnos una vuelta. Con Mónica –hermana de Clara– también estuve hablando largo y tendido. Es la que más me atrae del grupo y con quien tengo más confianza. Estoy seguro que podría hacer feliz a cualquier hombre. A veces siento que dentro de poco nos separaremos y cada cual tirará por su lado. Pienso entonces que, allá donde vaya, me será difícil encontrar un grupo así. ¡Es una lastima! El sábado lo festejaremos un poco y se acabó”.

21 de agosto. “Los días siete y ocho fuimos a Torrenueva, las curvas y los baches de la pésima carretera, a través de montañas y precipicios, le daban al viaje un cierto aire de aventura. Al llegar, paramos en el chalé de Salgado. Después de comer una ensalada durante el largo y tortuoso camino, cenamos un poco en el chalé. A las once de la noche, nos bañamos en el mar y compramos un poco de pescado a un hombre, que faenaba a aquellas horas en una pequeña barca. Luego, en la playa, estuvimos cantando con una guitarra hasta las tres de la madrugada. Todos dormimos en el chalé: tres en el colchón del sofá y los demás donde buenamente pudimos. El domingo almorzamos con la comida que traíamos y, sobre las 5:30 de la tarde, emprendimos el regreso. Entre unas cosas y otras, llegamos a Granada sobre las once de la noche. Desde entonces no he vuelto a verlos por la sencilla razón de que estoy “sin blanca”. Estos días de larga espera me he entretenido escribiendo una pequeña novela, y se la he dedicado a Mónica”. Recuerdo que íbamos siete en el Seat 850 y que, cada cierto tiempo, aquel petardo empezaba a echar humo. Entonces había que parar un rato y echarle agua al radiador.

10 de enero de 1977. “Por la mañana estuve con casi toda la pandilla y me alegré bastante cuando vi a Mónica. La noto como más hecha y más mujer, aunque prácticamente sigue siendo la misma. Estuvimos hablando un buen rato y realmente me ha sabido a poco”.

Me marché a Madrid y, al final de 1995, se produjo mi regreso a Granada por el que había añorado todos estos años. Un día fui a saludar a Manuel, el ‘niño’ del grupo, me contó que Salvador se había matado en un desgraciado accidente de moto y que Clara no hacía mucho que había fallecido de un cáncer. Lola también tenía a su marido en coma, en el hospital, a causa de un accidente en el trabajo. De Manuel –aquel chaval sencillo de entonces– deduje que no se había casado y que estaba solo en la vida. Parecía rehuir todo aquello que oliera al pasado. Era como si una maldición se hubiera cebado con la pandilla. Cuando precisamente aquella noche de verano, junto al mar y al son de la guitarra, cantamos todos juntos como despedida, aquella desgarrada canción de Chavela Vargas: “¡Ojalá que te vaya muy bonito y que la vida te vista de suerte!”.

Sin embargo, estando un domingo en un bar, oí que me decían: “¿No te acuerdas de mí?”. Me costó trabajo reconocerlo porque ya tenía todo el pelo cano. Era Salgado, tan amable como siempre, precisamente en esta tierra donde la gente es tan despegada. Quedamos en que intentaríamos reunir al grupo. Lo cierto es que yo había conservado en mi memoria los buenos recuerdos de entonces –que son los que recoge el ‘diario’ de aquellos días–, pero la realidad como siempre iba por otro lado. “Es el tiempo, me dije, de las ilusiones perdidas y de la añoranza por los amores marchitos”. Otro día, no sé por qué, recordé las veces que Mónica y yo bailamos juntos en la terraza de su casa, al ritmo lento de aquellas dulces y embriagadoras melodías de ‘Los Ángeles’. Y cuando la sangría me hacía efecto, mis ojos se clavaban en los de ella y entonces no parábamos de hablar de nosotros como si el mundo no existiera. Éramos dos almas en pena en busca de un sueño imposible; pero esa vez, en contra de mi costumbre, yo no me rebelé contra la crueldad del destino. Ni siquiera llegué a declararme.

Hace unos meses me armé de valor y pregunté a una vecina, sin demasiada convicción: “¿No vivía aquí un matrimonio, que tenía una hija…?”. Ante mi sorpresa, la mujer me indicó una tienda de ropa que estaba unos metros más arriba. Yo iba algo desaliñado y sin pensarlo me presenté ante Mónica. Seguía siendo bella, a pesar de los años, y sus ojos eran muy expresivos. Recuerdo que era dulce, muy femenina y aparentemente frágil. “¡Cómo ha pasado el tiempo!”, acerté a decirle, y entonces noté su tierna mirada de siempre. Pero apenas pudimos decirnos cuatro palabras porque tenía que atender a los clientes y, resignado, quedé en llamarla.

“¡Siempre nos quedará París!”, le oí decir alguna vez al cínico de Rick (H. Bogart), mientras los fugaces ojos de Ilsa (Ingrid Bergman) resplandecían en la oscuridad. En realidad, ella no sabía con quien tenía que irse en el avión: si con Laszlo, su marido, o con el aventurero de Rick. “Después de 25 años –pensé–, nos queda la nostalgia de los recuerdos: ¡sólo cenizas!” Hace unos días llamé por teléfono a Mónica para decirle, bastante contrariado, que veía difícil que pudiéramos reunirnos los de la pandilla. “Oye –me respondió como si no me hubiera escuchado–, ¿sabes que estos días he encontrado aquella novela que me dedicaste?”.

Artículo publicado en Ideal, el 1 de septiembre de 2001

Posdata: Basilio Osado Alamino –su nombre verdadero– pertenecía también a la pandilla. Habíamos sido compañeros de curso en la ‘Casa Madre del Ave María’, hizo el Magisterio y, cuando estaba de director de una sucursal bancaria en un pueblo de la costa granadina, falleció de un cáncer, hará unos doce años. Basilio era alegre, sencillo y se hacía de querer. A Mónica se le infectó una herida en un pie, a causa de la negligencia de un médico, y tuvieron que amputarle un dedo antes de que se le extendiera la grangrena. Estuvo coja durante unos años y, gracias a sus esfuerzos, hoy anda mejor. En realidad, fue ‘Fede’ (otro miembro de la pandilla) el que falleció en un accidente de moto, mientras que Salvador –el marido de Ángeles– murió el pasado año. Por si esto fuera poco, en febrero murió una nieta de Ángeles. Lola no tuvo mejor suerte, su marido falleció en el Hospital de San Rafael, después de estar mucho tiempo en coma. “Aquello era un sin vivir”, me decía Mónica. A Manuel le dieron una incapacidad y se marchó a vivir a la costa. En aquellos años, los de la pandilla solíamos quedar en un bar que estaba cerca de la iglesia de San Ildefonso, y luego subíamos al Albayzín por la Cuesta de la Caba a divertirnos o a bailar. También le hacíamos alguna que otra visita al bar de ‘el Cebollas’. Últimamente, me encontré con Mónica y pensamos reunirnos los cinco que quedamos de la pandilla.

 

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