Se ha demostrado que la mitad de los niños que a los seis años eran destructivos, insociables, desobedientes y testarudos, comenzaban a delinquir a partir de la adolescencia, porque es entonces, al verse rechazados por los compañeros, al no poder tener amigos, y al fracasar académicamente, cuando comienzan a refugiarse en torno a otros marginados, y la salida que encuentran a su aislamiento social y personal es el delito. Cuando las violentas son las chicas, la marginación suele conducirlas al embarazo, siendo el número de embarazadas de este tipo de niñas en torno al 40%, antes de terminar el instituto, tres veces más que el resto de compañeras. Con ello, queda claro que el germen del delincuente y de la marginación comienza a gestarse en los niños y en las niñas muy pronto, entre los seis y siete años: en el caso de los niños conduce al delito, y en las niñas suele conducir al embarazo precoz. El camino que recorren estos niños no es un camino inevitable, puesto que una ayuda a tiempo, continuada y apoyada desde diferentes instancias, podría torcer su destino.
Los menores agresivos son inseguros, frágiles, dependientes y se sienten amenazados en sus límites y en
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«Un niño puede nacer predispuesto a la agresividad, pero que esto se haga realidad después dependerá de su entorno y de su educación» |
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su libertad, y mediante la violencia tratan de mostrar un yo fuerte que los proteja de los demás. Suelen ser varones – sólo la décima parte son chicas-; de 12 a 18 años -especialmente entre 14 y 15, cuando cursan 2º y 3º de ESO-; muchas veces es el menor de la familia; de clase media e incluso niños bien; impulsivos, con poca capacidad de introspección y autodominio (“me dio la vena”); y arremeten, sobre todo, contra la madre. Para R. Hare la impulsividad, la irresponsabilidad y la falta de sentimientos de culpa son rasgos psicopáticos y nuestra sociedad promueve una cultura que los fomenta.
Para el tratamiento de estos niños está la atención psicológica de los colegios, los centros de salud mental, los servicios sociales y la fiscalía de menores. Cuando la ira alcanza cierto punto, es muy difícil controlarse, es lo que Goleman llama “secuestro emocional”. Las medidas aplicables serían dos: “las huellas dactilares de los sentimientos”, es decir, que el hijo aprenda a conocer las primeras señales que surgen en su cuerpo cuando empieza a sentirse furioso; y los “pasos para mantener la calma”, consistente en respirar profundamente y detenerse, para lograr que la ira descienda de forma paulatina.
Cuando están en edad adolescente, pueden amenazar con el suicidio, en cuyo caso debemos acudir a un psicoterapeuta. Las relaciones poco cordiales entre padres e hijos o entre esposos, con separaciones traumáticas de éstos, son un terreno abonado para que surja. El suicidio constituye una de las primeras causas de muerte durante la adolescencia, siendo el incremento (en jóvenes de 14 a 18 años) del trescientos por cien en España, y los intentos de suicidio se han disparado de manera alarmante en los últimos años, siendo el incremento en las mujeres el triple que en los hombres. Por debajo de los 15 años de edad están descendiendo bastante, y por debajo de diez años es algo excepcional. El suicidio juvenil es un acto erróneo de autoafirmación, una búsqueda de comprensión y de ayuda. De hecho, los suicidios consumados son un chantaje, y pretenden que la responsabilidad de los que se quedan sea perpetua. Dice Antonio Gala que el joven “no se suicida para morirse. El niño quiere suicidarse y seguir viviendo. Se suicida porque no le gusta la vida que está viviendo y quiere otra. Se suicida siempre para vivir más”.
Otro problema grave en la adolescencia, derivado de la agresividad, es la inserción en bandas secretas o sectas en las que el grupo se convierte en el protector del joven: la banda lo despersonaliza, lo aliena. En estas situaciones la única salida es la denuncia ante el fiscal de Menores, sin demora y con todos los datos disponibles, para liberar a nuestro hijo y a los de los demás. Contra estas sectas sólo cabe beligerancia y valor, pues su situación es de mayor fuerza que la nuestra ya que cuentan como aliados con todos los que han caído en sus redes.
Algunos incluso llegan a fugarse de casa sin avisar a nadie, con un doble objetivo: búsqueda de su propia libertad y agredir a los padres. Es producto de un conflicto interno grave y al mismo tiempo una forma de reclamar atención. Se da en todas las clases sociales. Hay que estar sobre los jóvenes, reconducirlos, animarlos, abrirles horizontes nuevos, pero de ninguna manera nos podemos dejar chantajear por una posible fuga futura, pues entonces la educación ha terminado.
Para José Antonio Marina, en su reciente obra “La educación del talento”, un niño puede nacer predispuesto a la agresividad, pero que esto se haga realidad después dependerá de su entorno y de su educación, siendo muy difícil distinguir entre lo innato y lo adquirido. Para él, hay dos grandes etapas de aprendizaje: durante los 3-4 años, y entre los 13-18, durante la adolescencia, en las que hay que incidir especialmente.
Juan Santaella López