Al animal sólo le faltaba hablar y manifestaba así su alegría, echándose sobre mí. ¡Pobre Kimba!, su alegría era inmensa al ver a su antiguo dueño y mi alegría era grande también, aunque la tristeza me embargaba. Éramos como dos viejos amigos, o quizá como el padre que ve a su hijo unos instantes, y sabe que no lo verá nunca más.
Yo me imaginaba a la perra –un pastor alemán– corriendo por el campo y jugando con los animales, pues en mi casa era como de la familia. La imaginaba en libertad y pensaba que me reconocería, pero después de un breve saludo, seguiría correteando por el campo. ¡Iluso de mí! Kimba era una cachorra de un año y medio y le divertía jugar. Era alegre y obediente, y le teníamos un cariño inmenso.
Noté que estaba más gorda, pues sólo podía moverse unos metros, y la mayor parte del día estaba echada en el suelo. Y al gastar menos energías, también comería menos. En una bandeja le echaban las sobras de comida, pero la mitad estaba esturreada en el suelo embarrado, que le servía de asiento. El labriego me dijo que la perra había mordido a un chivo pequeño, aunque no lo mató. A mí me costaba trabajo creerlo. En otro momento, me dijo que jugaba con otro chivo. Y yo me preguntaba: ¿Qué podía entender aquel campesino de animales? El dueño tenía unos doce perros encerrados en una jaula metálica y Kimba no iba a ser menos, pues, con la cadena al cuello sólo podía moverse un par de metros. Estoy seguro de que, si le había ocurrido algo al chivo, había sido jugando y, al tirar y salir corriendo, se habría desgarrado la pata. A la perra la veía mal y, de no estar atada, se les habría escapado.
¿Qué sabrá este patán, que sólo entiende de perros enjaulados? Se justificaba con la cadena, presentándola como una asesina. Le indiqué que la agresividad de Kimba podía ser mayor al estar atada, pero pronto me convencí de que mis palabras eran vanas. El patriarca de la casa tenía un aspecto despreciable, pues allí se hacía lo que él mandaba, y daba la impresión de ser un cazurro. Además, su mirada viva y profunda hacía que me sintiera ante un indeseable. No obstante, se portó bien conmigo, pues sabía que yo estaba dolido. En cambio, la mirada de su hijo era noble y casi infantil, por lo que debía de abrigar buenos sentimientos. Y en medio de tanta ignorancia, allí se encontraban una desdichada perra y su no menos infeliz antiguo dueño.
Yo no podía culpar a aquel campesino, pues el animal estaba pagando las consecuencias de no haberme informado antes. Aquel día de octubre de 1982, cuando le regalé la perra, todo fueron prisas. Hoy, tres meses después, bien caro pago mi error. Pero, ¿qué importancia tiene mi sufrimiento? Lo mío es moral, pero lo del pobre animal, condenado de por vida, es un sufrimiento físico. ¿De qué me quejo? ¿Tengo razones para ello? Entonces, no puedo ni debo quejarme. Los errores y las prisas se pagan, y sólo me queda un camino: pedir perdón. Pero, ¿a quién? A ti, Kimba, aunque no me entenderías nunca. Y como Dostoievski, confieso públicamente mi pecado. El pastor alemán era un capricho para aquella gente, pues decían que nunca habían tenido una perra como aquella. Tenían tanta ilusión que, cuando alguien les preguntaba, decían que Kimba les había costado diez mil pesetas. Y por miedo a que se les escapara, la tenían atada con la cadena al cuello. Yo cometí el error de entregar mi perra a un labriego sin escrúpulos, que no sabe lo que es el cariño a los animales.
Posdata: estos días de vacaciones he encontrado, escrita y olvidada en una libreta, esta desdichada historia que me ocurrió en Moguer, el pueblo blanco del autor de Platero y yo.
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