La mañana despertaba con ese olor penetrante a café de puchero que hacía mi Abuela Laura y que inundaba toda la casa y parte del callejón, ese sabor a pan recién tostado con mantequilla Lorenzana comprada a granel en la tienda de Pepe Hernández. El almuerzo en casa de mi Tía Encarnita, la Madre de mi Primo Pepe Luis, con unas migas de harina mezcla de trigo y maíz que tanto me gustaban y que tanto demandaba a mi Tía, se deshacían en la boca como si fueran pedazos de cielo.
Sabores de antaño, otros sabores; sabores que fueron nuestros y que hoy, paradójicamente, nos parecen lejanos. Alguien debiera preservar en un tarro esos olores y sabores de siempre, para poder transmitirlos de generación en generación y que nunca se perdieran.
El olor a pan recién hecho en el Horno de Castilla impregnaba toda la calle Cristo y cuando llegaba la Navidad hacían unos polvorones con sabor almendra que se pegaban al paladar y no querías que nunca se despegaran de allí. El sabor de las gaseosas de Encarnita Martín, fuertemente arraigado en mis papilas y que afortunadamente aun pervive a pesar de los avances, dicen, de tanto refresco de cola. Ese olor a melaza, costra y azúcar que inundaba toda Salobreña en la época de Campaña de las fábricas de azúcar, ¡oh Dios mío, qué olor!
Aún recuerdo el olor de la cocina de mi Abuela, de mi Madre, de mi Suegra, de mi Mujer, un olor a comida haciéndose, y en verano el olor a las mermeladas para aprovechar la fruta demasiado madura, es un bonito recuerdo y que aún la tecnología no ha llegado a eso, a poder recrear los olores sean cual sean, ese olor del campo mojado tras una tormenta, ese olor a paja recién cortada en época estival.
Esos platos de cuchara, ese puchero de coles de Mariquilla “la estanquera” tan blancas y dulces como la leche, esas lentejas con todos sus avíos y su pringue que tanto me gustan. Ese tomate cogido en la mata y lavado en el balate del camino Lobres, sabía a tomate, el pollo sabía a pollo y el melocotón… a gloria ¡¡¡
Esos pajarillos fritos de la taberna de ‘El Canario’, esos Napolitanos de helado que tan ricos hacía Pepa en la calle Nueva, esos primeros calimochos en la taberna de Rafael Bosch, el pulpo de María en el Peñón, los calamares fritos de Andrés Palomares en el bar ambigú al lado del cine de mi Tío Pepe Cervilla.
Esos chumbos recién pelados por mi Tía Eloísa en la Caleta, ese canuto de caña de azúcar chupado deprisa y corriendo para volver a robar otra caña antes que se fuera el burro cargado de cañas. Esos olores a dompedro, celindo y galán de noche que tanto inundaban las noches de verano.
Recuerdos de olores y sabores que me hacen retroceder en aquel chiquillo en pantalones cortos subiendo y bajando a escape por el pueblo, haciendo los mandaos y recados; parece que fue ayer cuando contemplaba aquellas calles con las casas siempre abiertas y la lumbre siempre encendida con esos guisos que tanto me marcaron.
Parece que el tiempo no hubiese pasado y como dijo alguien… “El tiempo puede llevarse todo, menos los recuerdos y si estos son olores y sabores permanecerán siempre”.
Antonio Luis Gallardo Medina.
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