Mi amigo de batallas y necesidades Arturo, me buscó el trabajo, era la Pastelería LLorca en la calle San Antón, sitio pequeño y agradable cuya especialidad eran los petisús de chocolate y crema, deliciosos.
Granada siempre ha sido una ciudad pastelera, hasta el punto de que la estampa de los domingos es la señora o el señor con su paquetito de dulces para la merienda. Siempre me ha llamado mucho la atención este detalle y comparado con otros sitios es cierto el gusto por el dulce en la Ciudad de la Alhambra.
El trabajo consistía en recoger en la pastelería el encargo, ya fuera una tarta o una bandeja de pasteles, cogías la dirección y a caminar para entregarlo lo antes posible, pues cuántos más entregas hacías más te pagaban, el pago era de un duro por cada entrega.
Había que verme cómo corría por toda la ciudad preguntando dónde estaba la calle Rector Marín Ocete, un jovenzuelo llegado de Salobreña, que lo único que conocía era la calle Cristo, Fábrica Nueva, el Portichuelo y la calle del Carmen.
Tenía que hacer como mínimo 10 preguntas para que a través de sitios de referencia, Estación de Autobuses, Plaza de Toros, Bodegas Castañeda, etc. llegar al sitio señalado.
Así creo aprendí todas y cada una de las calles de Granada, pero encima tenía que pelear con Arturo y Alfredo, otros de los jóvenes repartidores, para que los envíos fueran cerca de la pastelería, pues así repartías más cantidad, ya que si tenías la mala suerte de coger una entrega para cerca de los hospitales perdías un tiempo maravilloso y más aun tenías que hacerlo andando, pues no podías gastarte el dinero en el autobús.
Recuerdo un día que la entrega era justo al lado de la Plaza de Toros y se me ocurrió coger el autobús; el envío era de una tarta de 5 kilos de tocino de cielo, pues bien el autobús de bote en bote y yo con toda la prisa del mundo, al bajar del autobús no sé ni cómo ni por qué la tarta se resbaló y al mismo tiempo se rajaba el tocino de cielo, pero conseguí gracias a mis habilidades malabares salvarla del estropicio, no sin antes medio arreglarla en el ascensor.
Otro de los envíos buenos eran los pedidos de más de dos docenas de pasteles, pues aquí sí que caían uno o dos por el camino; siempre me enseñaron que esta gente no se iba a molestar en contar uno a uno los pasteles para ver si faltaba alguno y la verdad nunca hubo reclamaciones. Qué ricos estaban y más de gañote.
Lo bueno del trabajo eran las propinas, mucho más abundantes, algunas veces, que el duro que te pagaba Conchi por cada entrega. Aquí sí que podría escribir todo un tratado de costumbres e idiosincrasia, basten unos ejemplos, tocas el timbre y sale un señor vestido de levita, era día del Corpus, tú te frotas las manos pensando en la gran propina y el hijo de levita lo único que hace es darte las gracias. Casa pobre, ambiente paupérrimo y la buena señora te da dos duros en pesetas y reales. Puerta que tocas y te abre tu compañera de Facultad, que era hija de un gran constructor, cuando te ve repartiendo tartas nunca más me habló.
En fin una catarata de emociones y sensaciones que marcaron mi primer año en Granada, pero eso sí siempre recordaré el trabajo tan dulce y estresante que pasé en la pastelería.
Antonio Luis Gallardo Medina
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