Desde los preámbulos de la LOGSE el profesorado ha vivido como se normativizaba lo que pertenecía al ámbito mismo del ejercicio de su profesionalidad, sobredeterminándola hasta el punto de destrozarla. Al final, lo que había que hacer era lo que decía cada normativa. De este modo, lo que requeriría el necesario juicio profesional, se reduce a aplicar lo que indica la Administración o sus supervisores en cada momento, por lo demás cambiantes. Los fines “progresistas” se subordinan, acentuando la lógica de arriba-abajo, a dicha ordenación reglamentista. Hastiados de enésimas reformas, de decretos, órdenes y resoluciones, se desprofesionaliza al personal hasta límites increibles. En fin, por unos y otros hemos conducido la docencia a una profesión administrativamente desprofesionalizada.
La práctica docente no puede estar sometida al juego, comprensible o no, que quieran jugar las Administraciones autonómicas y el Gobierno central. |
Cuando los cambios y su agenda son marcados por la propia Administración, se crea una dependencia normativa. Esta pesada tradición, a su vez, ha generado una cultura docente particular: las soluciones vienen dadas externamente, normalmente por un cambio en los dirigentes educativos. Este abuso de prescripciones sobre lo que hay que hacer y cómo hacerlo ha llegado, como es conocido, al paroxismo actual, insoportable para centros y profesorado. La práctica docente no puede estar sometida al juego, comprensible o no, que quieran jugar las Administraciones autonómicas y el Gobierno central. En este contexto, incrementar la profesionalidad docente es el mejor antídoto contra la burocratización de la enseñanza. Esto exige dejar de lado las cambiantes regulaciones y hacer lo que el buen juicio profesional estima como mejor.
Por eso, yo creo, ha llegado la hora de reclamar que la buena práctica está más allá de normativas. Recuerdo que, hace años, cuando comenzaba esta vorágine de normativa, burocracia y regulaciones, un buen inspector cordobés (Manuel Ventura) me decía: “suerte que el profesorado pasa de la normativa. Si no lo hiciera, no sabría cada día qué hacer”. En efecto, la buena enseñanza, como el aprendizaje, por el contrario, se “juega”, en última instancia, en el espacio en que profesores y alumnado desarrollan, reconstruyen y se apropian el currículum cada mañana, en cada aula y centro.
Como señalaba Alberto Arriazu, presidente de FEDADI, “al final, los profesores son profesionales y el que tiene que enseñar Matemáticas o Inglés lo hace con una ley o con otra”, El docente, en el grupo-clase que tiene a su cargo, ha de contribuir a lograr un proceso de enseñanza-aprendizaje personalizado, velando que ninguno se quede descolgado. En la situación de clase, siempre compleja, se ve obligado a tomar sus propias decisiones, no siguiendo la normativa de turno (de Madrid o de la Consejería), sino siguiendo sus creencias, teorías implícitas y buen saber hacer, entre las demandas del alumnado y los acontecimientos del aula.
Por eso, en este comienzo del curso, me parece razonable, para el bien de la enseñanza y de los propios profesionales, aconsejarles pasar de los cambios normativos, aparentar adaptarse al “cascarón”; pero en el aula, lo que hay que hacer (con la lectura, escritura, inglés o ciencias) es lo que profesionalmente cada uno, y debidamente coordinado con los demás, considera que razonadamente vale la pena hacer. Visto lo visto, dado que a “los políticos no les importa la educación”, decía Arriazu, a los que sí les importa (directores y profesorado), en lo fundamental se ven obligados a pasar con buenos criterios de la política educativa.
(*) Antonio Bolívar es Catedrático de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Granada