Tampoco sé cuándo ni cómo hice este extraordinario descubrimiento, el caso es que de un tiempo a esta parte, me siento tan sensible que lloro por casi todo y cuando digo casi, creo que soy poco generoso. De pequeño, no es que fuera Superman, pero me costaba bastante trabajo llorar, incluso cuando mi madre cogía la zapatilla para meterme en vereda, como decía ella, también es verdad que siempre fui un niño bueno. En la adolescencia, no tuve grandes desengaños amorosos y los que tuve, se solventaron sin ninguna lágrima.
Durante siglos las lágrimas fueron consideradas como signo de debilidad e incluso de inseguridad, debido, en gran parte, a la presión que ejercían sobre la sociedad algunos factores educativos y culturales transmitidos de generación en generación. En Salobreña, como en cualquier pueblo de mi época, se consideraba un poco blandengues a los críos muy proclives al llanto, de ahí que todos hiciéramos de tripas corazón y aparentábamos ser fuertes como el acero, craso error. El caso es que de las primeras veces que recuerdo haber estado al borde de un ataque de llanto, fue con once años, cuando trasladaron a mi tío Modesto de director de la Azucarera de Adra y mi primo Pepe Luis, compañero de fatigas y alegrías me dejó totalmente solo y abandonado, fue tal la tristeza que estuve varios días llorando.
Posteriormente, con 14 años hice los famosos cursillos de Cristiandad, tan famosos por aquellos años. Nos tuvieron encerrados tres días en el Hotel Capullito y que poder psicológico y lavado de cerebro nos hacían los curas, que el último día cuando nos despedimos, más que jóvenes adolescentes, parecíamos verdaderas plañideras, todos abrazados y llorando.
Luego la vida ha sido un tanto injusta conmigo, pues con la muerte de mi padre y a los once meses la muerte de mi madre, creo ha sido el punto de partida de este llorón, sensiblero, ingenuo, inocente y pueril, que incluso ahora mismo estoy escribiendo y las lagrimas ya resbalan por mi mejilla.
Nada existe por azar al igual que nada se crea de la nada. Todo tiene una causa, y si tiene una causa estaba predestinada a existir desde el momento en que la causa surgió. Hace tan solo cinco años, nuevamente el destino me hizo caer nuevamente con la muerte de mi hermana Amparo y con mi grave enfermedad, entonces sí que lloré, tanto que aun sigo llorando. Mis hijas se ríen de mí, pues no hay programa de televisión de lo más absurdo y ridículo que no me haga llorar. Todo, absolutamente todo lo sentimental y humano me hace caer no en la lagrima fácil, si no en el llanto. Ya no sé qué hacer, si ver las cosas de forma natural y espontánea o acudir alguna consulta médica para ver qué se puede hacer con esta predisposición tan poco atrayente por el llanto, ya no sé si verlo como una virtud o como un gran defecto. En mi viaje a Dublín, en una típica taberna leí un proverbio Irlandés que decía algo así como, “Las lágrimas derramadas son amargas, pero más amargas son las que no se derraman” y creo que en mi caso no quiero amargarme ya nunca más.