Juan Santaella: «Las graves lagunas de la educación europea»

Aunque hasta el siglo XVIII los sistemas educativos europeos estuvieron en manos de instancias muy diversas, siendo la más importante la Iglesia Católica, la preocupación de las autoridades civiles por la enseñanza surgió por vez primera en los países luteranos. En efecto, Lutero, en 1524, recomendó a los príncipes de los Estados que los alumnos fueran educados en centros diferentes de los de la Iglesia Católica: “Carta a los regidores de todas las ciudades de la nación alemana para que establezcan y sostengan escuelas cristianas”. Sería Federico Guillermo I de Prusia el primer monarca que en 1717 publicó un decreto que obligaba a los ciudadanos a asistir al colegio, por vez primera público y obligatorio.

No obstante, según Richard Jones, la enseñanza moderna, tal y como hoy la entendemos, proviene de la Francia revolucionaria de finales del XVIII, puesto que fue en este tiempo cuando se inició un sistema nacional de enseñanza. Más tarde, a partir del siglo XIX, los Estados nacionales europeos comenzaron a descubrir la importancia de la educación para el desarrollo de un país. En el caso de España, eso ocurrió a mediados del XIX, con la Ley Moyano.

Con buen criterio, Fernández Enguita manifiesta que los estudios primarios y secundarios nacieron en Europa como escuelas separadas, para así poder formar a grupos sociales diferentes: la grammar school, el gymnasium, el lycée, o el instituto nacieron como centros para formar a la burguesía y a la aristocracia que debían acceder a la Universidad; en tanto que la parochial o common school, la volkschule, la petite école o la escuela primaria estaban destinadas sólo a una parte de las clases populares y, desde luego, no se pretendía que los alumnos accediesen a estudios superiores.

El auténtico auge educativo tuvo lugar en Europa a partir de los años noventa del siglo pasado, porque entonces se entendió que la educación puede dar respuesta a la falta de valores que la sociedad padece, entre ellos, el más importante, el de la paz, hoy pisoteada por los terroristas, en Francia; así como puede responder también a los nuevos retos tecnológicos y científicos que el hombre de hoy tiene planteados.

Hoy en día, aunque la Unión Europea da ciertos pasos hacia la plena integración económica y política, sin embargo, en el aspecto cultural y educativo aún sigue primando una escuela nacionalista, centrada en los referentes históricos, literarios, filosóficos…, de cada país.

Aunque el tema educativo se abordó por primera vez en Europa en 1957, Tratado de Roma, sería en 1992, con el Tratado de Maastricht, cuando por vez primera la educación aparece inserta en la ordenación jurídica europea, aunque el tema sigue siendo abordado con una enorme tibieza al considerar a los Estados miembros responsables últimos de la educación. Para Manuel de Puelles, a pesar de esa timidez legislativa, hay ya aquí “un conato de marco competencial que lleva en su seno indicadores futuros de intervención, de acuerdo con el principio de subsidiaridad”. Por último, en 1997, se firmó el Tratado de Amsterdam, una de cuyas partes se dedicó a la educación: Por una Europa del conocimiento, siendo uno de los puntos fundamentales la llamada Agenda 2000.

Aunque hay algunos críticos optimistas con el futuro de la educación europea como Umberto Eco, otros, como Molero Pintado, creen que la “educación europea sigue siendo un proyecto emergente, es decir, un fenómeno siempre en condición de despegue pero que no termina de consolidar su potencial verdadero”.

  A pesar del nacionalismo educativo que aún rige en los diferentes países de la UE, la educación debe ser uno de los pilares básicos de la cohesión comunitaria  

Frente a la tibieza y el nacionalismo educativo que aún tienen las decisiones de la UE, debido a la cicatería de sus Estados miembros, la educación debe ser uno de los pilares básicos de la cohesión comunitaria, porque además de formar a los profesionales, es fundamental para el pleno desarrollo de la personalidad y para la integración de los ciudadanos en una Europa compartida. La educación y la cultura no pueden ser algo privativo de cada país, sino que han de ser el germen básico de una Europa más unida, más igualitaria, más humana y más pacífica.

De cara al futuro inmediato, los objetivos de la educación en Europa deberían ser los siguientes:

La consecución de una auténtica igualdad de oportunidades entre todos los niños europeos, proporcionándoles una educación básica, y motivándolos para que sigan permanentemente aprendiendo, dentro de un mundo en continuo cambio.

Preparar a los jóvenes para la vida adulta en el trabajo, el ocio, la familia, la sociedad y la política, es decir, lograr que adquieran una personalidad armónica, promoviendo a la vez la estabilidad y el cambio social. Hoy en día, la educación se ha orientado excesivamente a la inserción en el mundo laboral.

Que los niños encuentren el bienestar en la escuela, mediante la práctica de experiencias educativas activas y participativas, así como la formación básica necesaria para que puedan ser miembros críticos de la sociedad del futuro, y personas decentes y con valores para afrontar con equidad y respeto los retos económicos, sociales y culturales que el futuro nos demanda.

Que la educación europea sirva, por último, para eliminar las tres grandes discriminaciones que el europeo de hoy aún padece: la económica, la de género y la cultural y racial, logrando una escuela que enseñe a respetar la diversidad de sexos, de culturas y de pensamiento, frente a las agresiones de género existentes y a la violencia reinante, debido a grupos terroristas que dice basarse en la diferencia de culturas.

Juan Santaella López

(Nota: Este artículo de opinión se publicó en la edición impresa de IDEAL correspondiente al 22 de noviembre de 2015).

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