Por la mañana, mi abuela aprovechaba las pocas ascuas del día anterior para que me sentara a desayunar, esas ricas tostadas de mantequilla lorenzana comprada a granel en la tienda de Pepe Hernández y ese café de puchero que inundaba con su rico olor toda la casa.
A esa hora temprana ya podía arreciar el frío que no era hora de encender el brasero. El momento oportuno para prepararlo era a mediodía, el carbón y el cisco lo compraba en la Espartera, que también vendía los mistos para la pistola del oeste que me echaron los Reyes.
Aun tengo grabada la imagen cuando volvía de la escuela de Doña Nati para comer, como todo el callejón era una retahíla de braseros, mi tía Teresa, mi tía María, Teresica, Adela, Carmen y, por supuesto, mi abuela, que pequeña de estatura pero grande como ninguna. Todo el callejón olía a lumbre y vecindad. ¡Bendito callejón, cuánto lo echo de menos!
Sí, mi abuela, primero sacaba el picón o cisco como lo llamábamos de un saco de rafia y se tiznaba todas las manos y lo echaba en el brasero de hierro, luego ponía entre los trozos de carbón fino, un papel de periódico impregnado en un poco de aceite y le prendía fuego con unos mistos o fósforos, hasta que se iban encendiendo las primeras brasas, entonces soplaba con un cartón para que se fueran avivando y se acabara de encender la parte alta de la montaña que formaba el fino carbón, luego lo tapaba con un poco de ceniza de la que había sobrado del otro brasero, del día anterior, y la colocaba bien con una rasera que le había hecho mi tío Modesto en la fábrica, por último colocaba algunas mondas de naranja previamente secas para que dieran buen olor.
La mayoría de las casas, por no decir todas, tenían su brasero y, por supuesto, su mesa camilla con sus faldones, mueble imprescindible donde los haya y que aún perdura en la mía.
Qué recuerdos de la infancia, ese calorcito casero irrepetible, ese bocadillo contundente y reconfortante (¿por qué los niños ya no comen hoy pan con chocolate, que para nosotros era todo un lujo?), esa falda camilla, esa fascinación por las llamas, esa llegada gozosa a casa tras el colegio, ese calorcito en las piernas al amparo de la gruesa tela que cubría la mesa camilla y que tanto favorecía la charla familiar porque nadie quería dejar ese cálido refugio. Eran otros tiempos, dicen. Pues sí, benditos tiempos que guardamos en el corazón.
Cuando las luces mortecinas del día anunciaban la noche, esas horas invernales coincidían con todo el mundo sentado en la mesa camilla. Jamás olvidaré aquellas agradables tardes de invierno que el brasero nos proporcionaba a toda la familia, arremolinados, tapados con la falda mientras nos empeñábamos en cerrar bien todos los agujeros para que no se escapara de allí el calorcito, para cenar, jugar al parchís, la oca, la lotería o comer la rica melcocha que hacía Teresica, la madre de Paqui la mujer de Miguel Benavides.
¡No hay nada como el calor de cisco! a pesar de que haya muchas formas de calentarse, al menos yo lo echo de menos y sobre todo aquellos años, pues los recuerdos también tienen olores y los míos tienen muchos.