Discursos hermosos, consoladores de soledades, matizados por ese tono melancólico que es inevitable en personas que transitan ya por caminos crepusculares. Y no me refiero a la edad, sino a la constatación de que una vida cabe en una narración de apenas una hora. Había en el aire impoluto del protocolo y la educación una nota de acabamiento de un tiempo y una forma de concebir la cultura y el trabajo intelectual que Gregorio Salvador se encargó de reforzarme, cuando me dijo que ya no hace nada, solo asistir los jueves a la Academia; el infatigable encuestador del Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía que tiene seis tomos con 1900 mapas, me dijo con voz todavía joven que ya no hace nada. Los lectores de Azúa somos pocos y los libros de los sabios que allí vi posiblemente no se conozcan ya ni en las facultades de Letras o como se llamen ahora estos centros donde enviamos desde los IES a estudiantes con escasa competencia lingüística y nulos conocimientos literarios.
La Academia es muy popular, dijo Azúa sin su retintín característico, aludiendo a las felicitaciones que recibe de su vecindario y de los taxistas que tocan el claxon cuando pasa, porque la gente ama las palabras, se siente seducida por ellas. Estaba muy contento de haber entrado en la casa de las palabras, era evidente; pero entre los compañeros de banco nos mirábamos divertidos, porque cualquiera que conozca sus artículos dudaría de que no estuviera pensando que de eso se trata, de darle un barniz al personal, de populismo interesado: no de elevar al ciudadano a la infinita satisfacción intelectual y moral que el saber implica, de ir educándolo desde pequeño en los hábitos de silencio y paciencia consustanciales a él, sino de arrastrarlo en la masa votante, carne de folclore a la que han hecho creerse con patente de corso para inundar de ruido el mundo.
Disfruté mucho el domingo en la RAE, en ese templo dieciochesco de mi amado despotismo ilustrado, del centralismo afrancesado que venero. Cuando acabó el acto me paseé por la maravillosa biblioteca de Rodríguez-Moñino y María Brey, me aislé por sus salas, donde se guarda todavía el espíritu de aquellos soñadores que quisieron hacer de España un país racional, libre de atraso y superstición. Y en estas estaba cuando estalló otra vez el estruendo: los jóvenes paparazis se hicieron por tercera vez con la plaza, diversificando con sus atuendos pobres el paisaje del frac: hacían fotos como locos, preguntaban necedades a la pareja Vargas Llosa y Presley, sofocados ambos por un protagonismo –solo en apariencia- fuera de lugar.
(*) Ángeles García-Fresneda Martínez es profesora en el IES Padre Suárez
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