Tendríamos que remontarnos al año 1962, esa Salobreña católica, apostólica y romana como todos los pueblos de entonces, con su párroco, sus beatas con reclinatorio, su Adoración Nocturna, sus cursillos de cristiandad y sus niños, ay ¡sus niños de entonces, traviesos, pícaros, sabelotodo y, sobre todo, libres, con esa libertad que te daba el vivir en un pueblo sin ruidos, sin coches, sin contaminación.
La Primera Comunión se hacía en ese tiempo con solo 7 años y no como ahora, pensemos la mentalidad y lucidez de un niño con solo 7 años y en el ambiente de pueblo.
A mí siempre me gustaban los pantalones cortos, incluso ahora los sigo prefiriendo a los largos. Pues bien, para el invierno, colegio, domingo o actos muy señalados, mi madre me obligaba, sí obligaba, a llevar los pantalones largos. Y aquí viene el problema, no me pregunten el porqué, pero cada vez que me ponía un pantalón largo me picaban las piernas hasta el punto de con tanto rascar me salían ronchas y todo. Odiaba, si se puede odiar con solo 7 años, el tener que ponerme pantalón largo y más aún si era de tergal o lana.
Busqué una solución para esos días señalados y era ponerme el pantalón del pijama debajo de los de vestir y así podía sobrellevar el tema; esta estrategia la seguí utilizando incluso con 13-14 años, hasta que llegaron los pantalones de tela lisa como les llamaba yo y éstos ya no picaban.
Pues bien, a lo que iba, entre mis picores por los pantalones largos y mi desgana a ir vestido de domingo o tiros largos ideé algo diabólico y digo bien, pues el diablo de entonces seguro tuvo algo que ver en el tema.
Mi primo Pepe Luis, que era mayor que yo un año, ya había hecho la Primera Comunión el año anterior y recuerdo los merengues que nos comimos en casa de mi tía Encarnita y mi tío Modesto. Ese domingo de febrero, sí febrero y no mayo, estuve todo el rato que dura la misa preguntándole a mi primo cómo se ponía la boca y la lengua para recibir la comunión.
En ningún momento él se asustó ni preguntó el motivo de mis preguntas, pero lo que sí sé es que cuando el cura Don Francisco empezó a dar la comunión, yo me acerqué, abrí mi boca y ¡¡¡zas, comunión que te crió!!!
Volví a mi asiento e hice todo el rito que se hacía entonces fijándome eso sí en mi primo. ¡Qué alegría cuando acabó la misa, primero por finalizar, los críos estábamos desando que acabara, y en segundo lugar por haber hecho la Primera Comunión! |
Volví a mi asiento e hice todo el rito que se hacía entonces fijándome eso sí en mi primo. ¡Qué alegría cuando acabó la misa, primero por finalizar, los críos estábamos desando que acabara, y en segundo lugar por haber hecho la Primera Comunión!
Bajamos las cuestas del pueblo como casi siempre corriendo, hasta llegar a la calle Cristo, donde vivíamos y lo primero que hice nada más entrar por la puerta fue decirle a mi madre ¡Ya he hecho la Primera Comunión!
Mi madre, bendita ella entre todas las mujeres, me miró con cara de asombro y murmuró «¡estás tonto, niño!», pero al ver que yo seguía insistiendo miró a mi primo y le preguntó si eso era cierto, al aseverar que así había sido, mi madre echó mano de la zapatilla con signos inequívocos de regañar, pero, ¡oh milagro! recapacitó y una leve sonrisa recorrió su rostro y dijo… pues muy bien, así nos ahorramos el convite.
Al momento ya estaba llamando a mi abuela Laura, mi tía Encarnita, mi tía María y toda la gente que quería oírla pregonar el acto tan simpático de su niño, que por no querer vestirse de domingo y por culpa de los pantalones que pinchan había hecho la Primera Comunión sin que se enterara nadie.
Eso sí, no tuve convite, ni regalos, ni recordatorios, ni pantalones que pinchen, pero valió la pena, mi tío Pepe ‘El Comandante Ramos’ me dio diez reales de la época y mi madre se volvió a poner la zapatilla.