Durante varios días estuvo explicándonos la Revolución Francesa, toda una novedad porque el Régimen de Franco –la censura– abría un poco la mano y permitía el estudio de los revolucionarios franceses. Comentando el asesinato del presidente John F. Kennedy, en 1963, el profesor sostenía que los Estados Unidos no eran una verdadera democracia, pues no se había logrado averiguar toda la verdad sobre el atentado, debido a oscuros intereses. La muerte de Kennedy dio mucho que hablar entonces e hizo correr ríos de tinta, pues el joven presidente estableció una nueva forma de gobernar y llegó rodeado de profesores de la Universidad de Harvard, en comparación con el anterior presidente, el general Eisenhawer, que había ganado la II Guerra Mundial.
La Academia Fides ocupaba la planta baja y el sótano de un bloque de pisos, lindando con la calle Ángel Barrios, el callejón de atrás y el campo. En la planta baja se encontraban varias aulas y las oficinas, mientras que en el sótano estaban el comedor y los dormitorios. En los recreos los alumnos paseábamos por el descampado, lo que hoy es la calle Arabial, mientras que las huertas de la Vega se extendían al otro lado de una vieja tapia. Ésta era la línea divisoria entre la ciudad y el campo. También nos íbamos andando por el Camino de Purchil, pues entonces no pasaban los vehículos. La Huerta de San Vicente era desconocida entonces, a pesar de que la teníamos enfrente –hoy se encuentra en el Parque de García Lorca–, pues el escritor de Fuente Vaqueros estaba censurado al comienzo de los setenta y apenas se le mencionaba. Por las noches, cuando apagaban las luces en el dormitorio, decía el gracioso de turno: “¿Os acordáis del chiste número seis?”, y entonces nos reíamos a carcajadas. “¿Y del número ocho?…”. Y así estábamos de choteo hasta la una de la madrugada. Estaríamos internos unos cuarenta alumnos, más los que venían a las clases.
Un día, a comienzos de diciembre de 1971, la comida fue más pésima de lo habitual. El caso es que no pude contenerme y, delante de mis paisanos y de las mujeres que servían la comida, hablé mal del director. El incidente llegó a oídos de don Carlos y me expulsó de la academia, aunque, más tarde rectificó y me readmitió. Sin embargo, mi padre aprovechó aquel castigo para decirme que se acabó el colegio para mí. Pasé unas vacaciones amargas, sobre todo al ver que mis paisanos regresaban a los colegios después de la Navidad, mientras yo me quedaba solo en el pueblo sin saber qué hacer. Sólo tenía una salida: marcharme a trabajar. En febrero, harto de estar en casa y de no hacer nada, cogí un autocar pequeño de un particular, que se dedicaba a hacer viajes piratas (de forma ilegal) a Barcelona y me marché a trabajar.
Un tiempo después, cuando yo viajaba en ‘el Catalán’, el tren de Barcelona a Granada –en Cataluña creo que le dicen ‘el Andaluz’, aunque han suprimido la línea hace unos meses, por las obras del AVE en Antequera–, oí a un matrimonio francés que hablaba de don Carlos Villarreal. Les pregunté y en su idioma me dijeron que eran amigos de él y que los visitaba cuando iba a Francia. Recuerdo que don Carlos nos hablaba con admiración de los diferentes quesos que comían los franceses, de su cultura y de sus estancias en el país vecino. En la Academia Fides también dieron clases en los años setenta el poeta Antonio Carvajal y el arabista Emilio de Santiago, que falleció hace unos meses. Pero de esto me enteré hace unos años, pues me costó trabajo reconocer a aquellos jóvenes profesores de entonces. Durante bastante tiempo, perdí el contacto con Granada y no sé cuándo falleció don Carlos Villarreal ni en qué año desapareció para siempre la Academia Fides.
Buscando información, me he enterado que en las diferentes sedes que tuvo la Academia Fides se reunían a veces los ‘poetas rojillos’ de aquella época –Pepe García Ladrón de Guevara, Rafael Guillén, Elena Martín Vivaldi y otros intelectuales–, ya que don Carlos Villarreal era un intelectual de izquierdas y también fue el mentor y maestro del poeta Antonio Carvajal. Pero el mejor recuerdo que conservo de don Carlos es que era comprensivo con los alumnos. En aquella ‘pollería’ –como le llamábamos a la academia– vivíamos en la gloria pero me salió cara mi rebeldía de juventud.
Posdata: La academia tenía las entradas por la calle Ángel Barrios (donde se encuentra Granaforma) y por la calle Arabial, a la altura de los garajes, por debajo de Granaforma.
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