A lo largo de la historia, la poesía ha sido considerada una más que efectiva arma contra la tiranía, la opresión y la barbarie. Desde el MODERNISMO, movimiento literario nacido en Hispanoamérica en el último cuarto del siglo XIX y difundido en España por Rubén Darío a raíz de la publicación de su libro Prosas Profanas, hasta la llamada Poesía Social de los años 50, considerada en sus inicios como un instrumento para transformar el mundo, la poesía ha pasado de ser una expresión de la decadencia al más puro romanticismo, de ser un instrumento de la aristocracia a convertirse en aliado de bohemios, tertulias y cafés nocturnos, de buscar la belleza en lugares exóticos y épocas antiguas y la exaltación del erotismo, las conductas amorales y el odio a la burguesía a una poesía intimista que nos permite entrever el malestar del poeta con lo que le rodea. El amor y la realidad son enjuiciados desde la melancolía y la pesadumbre. El sueño del poeta descansa en parajes bucólicos, en la brisa del amanecer o bajo la luz del crepúsculo.
La poesía de Pedro López pretende ser un arma de doble filo: por un lado ahonda en la intimidad más convulsa donde se reflejan sus porqués con la intención de que el lector encuentre los suyos y, por el otro, va al encuentro de la palabra precisa con la que mostrar al lector la tragedia humana, la realidad más tortuosa en todas sus dimensiones.
Los versos contenidos en este poemario han sido, como él mismo afirma, engendrados desde el milagro de la voz y si atiendes a ellos el mundo, nuestro mundo, se nos hará de nuevo.
En cualquier caso, en la actualidad difícilmente hallaremos a alguien que crea que esta realidad que nos imponen sin epidural pueda ser paliada con cuatro poemas.
Pero, como diría nuestro admirado José Mota, ¿y si sí?…
¿Puede, sin embargo, más allá de los recursos estilísticos, las figuras retóricas, la rima o el ritmo, puede, como digo, la poesía cambiar al mundo? ¿Puede un poeta que aborrece la injusticia, un gran legislador con un afán ilimitado de libertad, amante del amor y del desamor, plenamente consciente del mundo que le rodea, observador de la vida y del alma, capaz de desentrañar los misterios
“En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”, decía nuestro insigne escritor, el hombre solitario en compañía, el menesteroso buscador de Dios, según Laín Entralgo, Antonio Machado. Embisten sin capote ni montera; sin estoque ni audacia, tan sólo con la cerrazón propia del que tiene ojos y no ve, del que lee pero, como diría José Manuel Caballero Bonald, escritor jerezano que el pasado día 23 de abril recibió el Premio Cervantes, “no almacena conocimientos y quien no almacena conocimientos es apto para la sumisión”.
Pues bien, Pedro López Ávila es tanto el que embiste como un insumiso que piensa. Embiste con la punta del estoque, con el pincel de la palabra saturada de los matices áureos de la tarde, en “esos días azules y con ése sol de la infancia” que recordaba el poeta, en los que se aúnan recuerdo y olvido, nostalgia y deseo; allí donde la tarde se detiene en el amor, al verdeluz del tiempo; allí donde renacen el color púrpura, el amarillo de las rosas, el matiz violáceo de la soledad y el sibilante siseo de la brisa.
Jamás diría que Pedro López es un hombres solitario en compañía sino más bien un hombre al que acompañan el amor de la familia, el aprecio del amigo y la admiración de los que reciben su palabra; un hombre que busca la soledad para, como decía la poetisa Alejandra Pizarnik, escribir poemas porque, Pedro, como individuo sensible y amante de la verdad y la belleza en todas sus manifestaciones, como ánfora sagrada en busca del sexo de los ángeles, de una nueva moral, “necesita un lugar en donde sea lo que no es».
No obstante, sí le diría a Pedro: “Despréndete de los vértigos, de los cristales, de las puertas, de los espejos, de los cuchillos y hasta de tu propia sombra que te acompaña” y vuela, acompañado de una mariposa de alas azules, sin descanso, en busca del desamor para desgajarlo, deshojarlo de tanto pétalo sin vida, de tanto aroma insulso, de tanta agonía, y, luego, si sobrevives a tan incruenta batalla descansa en el ocaso de la tarde.
Sí, a Pedro le diría: “Sé que te has sumergido demasiadas veces en renovados abrazos para abrir paso a la vida y, tan sólo, has recolectado los frutos del desconsuelo”, pero tu infinita capacidad de seducción no ha concluido aún. Buscas la complicidad en la palabra, buscas que el otro, la fémina amante, el sumiso, el ángel bueno, deposite su sombra a tus pies y navegue a tu lado por el rio Leteo, y beba de sus tranquilas aguas y compartan contigo “el olvido de su pasado terrestre». Allí, en el Hades, al desamparo de la luna roja se someta, al fin, al impacto de tu verdad, allí donde tu corazón late mil veces en el intervalo de un pestañeo.
Pedro López Ávila, el gran seductor, busca un cómplice para sus ensoñaciones, un cómplice que se reúna con él bajo la prístina luz del alba hasta el último suspiro de las horas. Sí, “la del alba sería” cuando los dedos huérfanos descubrieron sus verdes tallos en la calma de los jardines, cuando sin saber quién eras te reconocía, te amaba, te arropaba con mis manos como si te hubiera habitado siempre, hasta que despertaba en luz de cobre con la boca seca de la cordura. Pero el poeta se mira al espejo con los ojos encendidos, posa su mano sobre la desnuda frente y descubre que nunca se halla dos veces sucesivas de forma idéntica. Si muda el mar, la luz, el aire, la montaña y la paloma, también muda la reflexión severa, la fe y el amor.
¡Mamá, regrésame a la luz!, grita el poeta en su poema Alucinación Hipnopómpica con desesperación al no reconocer su imagen ante el lírico espejo alucinógeno. Tiene pulsiones de abeja loca y traga saliva sin espacio en la garganta y piensa que morir es una buena opción.
Sí, Pedro, yo también quiero cambiar las cosas y no un solo día que deje de desearlo. Todos los que estamos hoy aquí queremos cambiar las cosas, queremos que nuestra imagen en el espejo nos devuelva una sonrisa de complicidad, aquella que perdimos cualquier tarde de invierno. Todos deseamos que el amor permanezca intacto en los ojos de la persona amada, intacto ante el tiempo y las tormentas inventadas desd
e siempre para quebrarnos el alma. Todos, sin excepción, deseamos que la justicia no falle, nunca mejor dicho, en pro del malvado y siempre esté del lado del humillado, del que la luz de sus ojos se ha reducido a un leve destello. Todos, y el que diga lo contrario, miente, tenemos secretos y anhelamos un espacio donde esparcirlos, como semillas en la tierra, como palabras en un poema y esperar que trasciendan. El poeta, el pintor, el escritor, el creador, en suma, es el gran privilegiado de estos tiempos porque transforma su secreto, su silencio, su tortura, su desamor y sus desengaños en un instante de luz, no es como convertir el agua en vino, ni caminar sobre las aguas pero para nosotros, simples mortales, es toda una proeza.
La gran proeza de Pedro López Ávila es convertir sus poemarios en ágoras…
En uno de sus poemas nos dice y yo os digo a todos vosotros:
No te olvides, en un rincón del día,
De dejar un libro cualquiera libro de poemas
Encima de tu mesita de noche
Y de dejar encendida la imaginación
Para que parezca que estoy contigo…
Ahora bien, procurad que sea este libro el que dejéis encima de la mesita de noche… Tal vez podamos modificar el mundo si nos hacemos cómplices de Pedro al entrar a formar parte de los fonemas que nacen de su corazón.
Pedro López Ávila es un ángel bueno, y por eso siempre le quiero…
Desde nuestra decrépita cultura, mi estimado Pedro, mi gran amigo, te espero en la barricada del deseo.
(NOTA: Este texto de Francisco Trigueros fue leído por su autor en el acto de presentación celebrado en el Palacio de los Condes de Gabia el jueves, 23 de junio de 2016)
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Pedro López Ávila y su cuarto poemario, ‘A propósito del recuerdo y el olvido’