El sábado, día 15, nos reunimos en el parque de Pedro Antonio de Alarcón, de Guadix, unos sesenta antiguos exseminaristas y sacerdotes, que estuvimos en el Seminario en la década de los años sesenta. Allí se encontraba el antiguo rector del Seminario, Leovigildo Gómez Amézcua, y el padre espiritual Manuel Cantero. Entre los antiguos alumnos había bastantes docentes, tres párrocos de Guadix y el resto dedicados a diferentes profesiones, pues no hay que olvidar que el Seminario era el internado más económico en aquella época, aunque también el más disciplinado, pero los años cursados nos sirvieron para que pudiéramos sacar una carrera en la facultad o dedicarnos a una profesión.
Para la inmensa mayoría de nosotros habían pasado más de cincuenta años desde que no nos veíamos, esto es, desde que éramos adolescentes o jóvenes. La idea de reunimos surgió entre Antonio Montes –se ha jubilado de comandante del Ejército– y yo, pues hacía poco que nos habíamos conocido a través de Facebook y fuimos entablando amistad. Un antiguo alumno colgó una foto del curso, del Seminario, y entonces empezaron a acudir antiguos compañeros con sus comentarios, y aquí empezó todo. Como vi muy animado a Antonio, le dije que buscara algún restaurante por el Marquesado, donde pudiéramos pasar un rato agradable con los antiguos compañeros del Seminario. “Primero contactamos con la gente, aunque seamos diez, y después buscamos un sitio adecuado”, era nuestra idea. En la casa de Antonio, fue donde decidimos que era mejor reunirnos en Guadix, pues muchos iban a venir de ciudades lejanas. Entonces, llamamos a Jesús Valenzuela –candidato en las últimas elecciones a la Alcaldía de Guadix– para que se ocupara de buscar un restaurante. Y Luis Ambel, profesor jubilado y sicólogo, se ofreció para gestionar con el concejal del ayuntamiento la visita al Seminario y a la Alcazaba.
Después de contactar por Whatsapp, por Facebook y por el móvil con unos y otros para convencerlos, el encuentro tuvo lugar en el parque. Este lugar tan emblemático era, precisamente, al comienzo de cada curso, donde solíamos enjugar las últimas lágrimas, medio escondidos entre los setos, antes de subir las calles que nos llevaban al antiguo Seminario, hoy cerrado y en completo estado de ruina, lo mismo que la histórica Alcazaba, que fue residencia de El Zagal. Pero el tiempo pasa y va arruinando cuanto toca. Algún cura nos decía entonces que teníamos murria, al ver nuestra cara de penitentes. En aquella época solíamos comernos el bocadillo, acompañado de una gaseosa, en la desaparecida Bodega Castañeda, que tenía unas enormes tinajas donde envejecía el vino. La bodega estaba en la calle Baza, donde paraban aquellas destartaladas autedias que iban dando botes en los baches de la carretera. La despedida a la familia, los traqueteos de las autedias (cinco horas duraba el trayecto para algunos) y la entrada al Seminario, durante todo un trimestre, contribuían a que el día del comienzo de curso fuera para nosotros el más triste del año.
Luis Ambel proponía que lleváramos una galleta (como las que usan los militares) en la camisa, para identificarnos después de tantos años sin vernos, mientras que yo le decía de broma que era mejor ponernos el bonete en la cabeza (lo llevaron los seminaristas de años anteriores a nosotros). El caso es que Luis, con buen criterio, compró unas etiquetas adhesivas donde escribimos nuestro nombre para no tener que pasarnos el día pregonando quiénes éramos. No andaba descaminado, pues unos días antes ocurrió que, estando Luis, Antonio, Juan J. Gallego y yo en mi oficina de trabajo, se presentó de improviso un desconocido y no atinábamos quién podía ser, hasta que por la traza le dije: “¡Tú eres Rivas!”, aunque ya no me acordaba de su nombre.
Después de media vida sin vernos no sabías lo que te podías encontrar esa mañana, por eso el encuentro fue muy emotivo. Yo llegué a la puerta del parque a las 11 horas y vi un corrillo de gente, pero como no conocí a nadie seguí para adelante hasta que alguien voceó mi nombre. A muchos compañeros era difícil reconocerlos, después de tanto tiempo. Los años nos habían cambiado tanto la fisonomía, que costaba trabajo reconocer a los chavales de entonces. Éramos unos adolescentes espigados que corríamos como bisontes, pero los años nos han regalado quilos y canas de más, mientras que el trabajo y la familia nos fue desperdigando por diferentes ciudades, provincias o regiones de España. Después de los pertinentes saludos y abrazos, durante una hora, emprendimos la subida al Seminario pasando por el histórico Arco de San Torcuato y ascendiendo a la Plaza de las Palomas (hoy, plaza de la Constitución), donde solíamos quedarnos embelesados, mirando a través de los cristales, los famosos felipes y los ricos dulces de la antigua pastelería La Oriental. Pero aquellos pasteles no estaban a nuestro alcance.
Subimos por el antiguo Hospital Real para desembocar en la calle Barradas (antiguamente, Puerta Alta). Ante nosotros se ofrecía el vetusto y enorme edificio del Seminario, con su espadaña al cielo y con un portón marrón que conducía a un hermoso patio con arcadas y ventanales, con su pozo en el centro y entonces poblado de macetas. Las cuidaba Juan, el portero, que solía entonar zarzuelas para matar la soledad. En este entrañable patio –hoy ofrece un aspecto desolador, pues crecen las higueras– era donde nos hacían las fotos de cada curso, donde los sábados formábamos antes de salir de paseo por los alrededores de Guadix y donde recibíamos a los escasos familiares que venían a vernos. Dependiendo de la época del año, el patio era para nosotros la antesala del Seminario o de la calle. Toda aquella época de privaciones y de disciplina forman parte de nuestro pasado, mientras que hoy gozamos de mayor bienestar y comodidad, pero los estudios y la enseñanza que recibimos nos sirvieron para defendernos en la vida.
Nuestros lejanos recuerdos de entonces se fundieron con la realidad de hoy y, por unas horas, regresamos de nuevo a la ciudad de Guadix: con tristeza vimos el antiguo Seminario, que se encuentra en completo estado de ruina, lo mismo que la Alcazaba (desde que la compró el Ayuntamiento está cerrada) donde jugábamos al futbol, con una especie de botas de tela, mientras sentíamos el tañido cercano y solemne de las campanas de la Catedral. Aquí nos hicimos unas fotos para el recuerdo (en las escaleras de la Alcazaba solían hacernos la foto de todos los cursos) y después comimos en un conocido restaurante, donde tuvieron unas palabras de agradecimiento los antiguos superiores y algunos exalumnos. En media jornada hemos compartido recuerdos entrañables y anécdotas que teníamos olvidadas, con los compañeros del Seminario que a la mayoría nunca los hubiéramos visto de no reunirnos, por lo que ésta es la agradable sensación que nos ha quedado. Las caras quizá han cambiado, pero en el fondo seguimos siendo los mismos y el encuentro ha sido como un viaje a aquellos años de la adolescencia. Benito García, accitano aficionado a la escultura, tuvo el detalle de obsequiarnos, con una lámina diseñada por él, a cada uno de los asistentes. También quiero tener un recuerdo para varios compañeros que fallecieron durante estos años.
Comentarios
Una respuesta a «Leandro García Casanova: «El encuentro»»
Gracias, Antonio Arenas, por la publicación del encuentro