Casi tres años -del 25 de septiembre de 2013 al 22 de marzo de 2016- ha tardado Antonio Enrique (Granada, 1953) en darle forma a su última obra, una encomiable novela histórica titulada ‘Boabdil, el príncipe del día y de la noche’, publicada por editorial Dauro en su colección Élite. Aparte de este ímprobo trabajo está el dominio de la temática contada de la que ya ha dado prueba en anteriores obras, como su primera novela, ‘La Armónica Montaña’ (1986) y su primer libro de ensayo, ‘Tratado de la Alhambra hermética’ (1988), así como su primero de poesía `Poema de la Alhambra´ (1974). El director del aula Abentofail de poesía y pensamiento en Guadix, ciudad en la que reside desde 1984, presidente honorario del Instituto Iberoamericano de Estudios Andalusíes, además de miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada, sorprenderá a los lectores por su fidelidad a la historia y exquisitez lingüística en esta historia que ha dedicado a José Luis Serrano, in memoriam. Obra que presentará el jueves, 17 de noviembre, en el salón de actos del Ayuntamiento de Granada donde le acompañarán el director general del Área de Cultura y Patrimonio, José Vallejo, y el cronista de la ciudad, Tico Medina (20 h).
– Aunque Boabdil sea el protagonista y narrador de la primera parte, ¿no cree que el título se queda corto al abordar, como indica el subtítulo, ‘la extraordinaria historia de los 24 sultanes de la Alhambra’? ¿Cuál de estos sultanes le ha resultado más interesante desde el punto de vista psicológico?
– Si paseas por la Alhambra, y te quedas mirando cualquiera de sus bóvedas con forma de estrella, y si luego observas la armonía de los distintos espacios, habrás de convenir que la dinastía que erigió tan inefable monumento hubo por fuerza de ser ‘muy especial’. Lo fue en cada uno de sus integrantes, pero también en muchas de sus mujeres, singularmente Fátima Lubab, hija de Muhammad II, a quien cabe atribuir las primeras disposiciones arquitectónicas de lo que sería la Alhambra. Todos ellos tuvieron ´la fiebre roja´, esto es la obsesión por construir. Y todos, y cada uno, una variante psíquica que los hace irrepetibles. Nasr I, por ejemplo, era tan obseso del firmamento que puso nombre a los valles de la luna. Muhammad IV era un acérrimo amante de los caballos; conocía los nombre de cada uno desde la tercera generación, pero de casi ninguno de sus cortesanos. Ismail II usaba trenzas hasta la cintura y departía en griego con sus amigos. Muhammad VIII era tan proclive al boato que se hacía acompañar en cortejo allá donde fuera… No encuentro en el catálogo de rarezas rasgo que no se dé en su genealogía. Son sanguinarios muchos de ellos, pero esencialmente sutiles en sus maneras de mirar el mundo. A su pregunta: sí, tal vez el propio Muley Hacén, quien, en su desmesura, presenta todos los síntomas de la epilepsia.
Título: Boabdil, el príncipe del día y de la noche |
– ¿Por qué ha decidido novelar el traslado de los restos de los sultanes, sus descendientes y consortes desde la Rauda Real hasta Mondújar, en el Valle de Lecrín? ¿Se sabe algo en cuanto al lugar exacto donde fueron enterrados?
– Cuando en 2000 aparecieron las noticias de que las tumbas de la Casa Real nazarita habían aparecido en Mondújar, con ocasión de la obras de la autovía, sentí una viva conmoción, como muchos otros granadinos. Boabdil, dos meses después de la toma de la ciudad, los había trasladado, tal vez para evitar el despojo. Hay que imaginar esa cabalgata de espectros en la noche de Lecrín. Y ahora, de aquella grandeza, quedaba sólo esto: un montón de escombros, que pisamos cada día al transitar por el firme de la carretera.
– ¿Cómo ha sido el proceso de documentación que por la relación incluida en las tres páginas de agradecimientos se nos antoja bastante exhaustiva? ¿Quiénes de los citados considera imprescindibles?
Es que Boabdil ya estaba en ‘La Armónica Montaña’, era uno de sus cientos de personajes que luego fueron apareciendo en mis novelas sucesivas. Así que llevo muchos años documentándome sobre ellos, por pura delectación. En este caso, las diversas crónicas no solo son confusas, sino contradictorias. La labor ha sido ardua, pero satisfactoria. En muchas ocasiones, mi interés por alguno de sus monarcas llegó a ser personal, al margen ya de la novela. El problema, no obstante, lo constituyó establecer un orden fiable en la sucesión dinástica, porque a veces reinan tres sultanes simultáneamente, y en los últimos tiempos, otro ‘tapado’, por si le fallaban a Fernando el Católico los que él mismo había puesto y azuzaba los unos contra los otros. También la identidad exacta de cada sultán: las crónicas eran mitad por mitad a quién atribuir la personalidad de ‘el Cojo´, si a Muhammad X o a Yusuf V, pongo también por caso. Yo no puedo entrar en ficción si no tengo los pies firmes en la historia. En cuanto a los autores citados en la página de agradecimientos, la lista vuelve a ser exhaustiva. Dos libros, sin embargo, los de Leonardo Villena y Bárbara Boloix; sin este último hubiera naufragado en el laberinto de los parentescos femeninos.
Dos partes
– El libro está dividido en dos partes y en la segunda toma la palabra el eunuco Eleazar al-Sabaj para contar el destierro de Boabdil hasta tierras de Ándarax. ¿Por qué ha decidido utilizar estas dos voces narrativas?
– Las dos partes son muy diferentes en tono y ritmo narrativos. Pero si, en la primera, es el propio Boabdil el que presta la voz, desgranando en aquella noche fantasmal del traslado de cadáveres la historia de cada uno de ellos, en la segunda, cabía la posibilidad de que fuese una otra voz la que narrase la vida de Boabdil, al tiempo que los compases finales de aquel reino y de su exilio en Laujar de Ándarax. Y es un eunuco quien lo hace. Ello entraña no solo una doble perspectiva biológica en cuanto a la sexualidad, sino, también, psicológica, y hasta social, habida tan gran diferencia entre ellos, que en lo personal fueron complementarios. De ahí, el vínculo entre ellos. En suma, pasamos del plano cinematográfico en panorámica de la primera parte, a una segunda, en primer plano. En la primera, la perspectiva es inductiva, en la segunda, deductiva.
– ¿Se podría entender la obra sin el esquema de Ladero Quesada con la línea sucesoria de la dinastía nazarí y las siete páginas del glosario con 186 vocablos?
– Yo no se lo aconsejo, que prescinda de ese cuadro genealógico. Ese laberinto genealógico, con el vértigo que produce, facilita el clímax y la atmósfera. Es igual que los vocablos árabes y los topónimos, transcritos a su nombre actual, por cortesía a los lectores. Usar el castellano de aquellos siglos es punto menos que inviable, pero quedan estos arabismos y la forma de expresión antigua, lo que presta sabor y, en suma, veracidad.
– ¿Desea añadir algo más?
– A mi edad, también se pretende que una novela sea provechosa, además de amena. La dinastía de los Banu Nasr es la gran desconocida de nuestra historia granadina. Ellos fueron grandes en su piedad y también aberraciones. Y fue una dinastía apasionante, aunque también monstruosa, pero nunca mezquina. Aquí hay donde reflexionar sobre nuestro pasado más ilustre, pero también acerca de nuestra idiosincrasia. No hemos cambiado tanto.