Como íbamos recordando, los que ya peinamos canas, no tuvimos puertas, armarios o frascos de medicinas con tapa a prueba de niños. Andábamos en bicicleta sin casco (incluso dos en ella). Los columpios eran de metal y con esquinas en pico. Jugábamos a ver quién era más bestia, en tirarnos desde el picachillo y la bola, otros los hacían desde lo alto del peñón. El único flotador que tenía era la cámara de rueda de camión, que me regaló el bueno de Espinosa que trabajaba con mi tío Pepe Cervilla.
En la playa nos conocíamos todos, pues éramos del pueblo y aún no había llegado ningún forastero. Aprender a nadar lo hice a fuerza de “ahogaillos”, pues todos mis tíos Modesto, Eduardo, Luis y Antonio creían que la mejor manera de aprender a nadar era tirarme de golpe y yo nada más verlos me recorría la playa desde el peñón a la Guardia y la Caleta.
Pasábamos horas construyendo carros para bajar por las cuestas o simplemente en cartones y sólo entonces descubríamos que habíamos olvidado los frenos. Jugábamos al «boli» y nadie sufrió hernias ni dislocaciones vertebrales.
Salíamos de casa por la mañana, sin apenas desayunar y en la escuela nos daban la leche en polvo y el queso de bola de los americanos, que por cierto estaba riquísimo. Jugábamos todo el día, y sólo volvíamos cuando se encendían las luces de la calle. Nadie podía localizarnos. No había móviles.
Nos rompíamos los huesos y los dientes y no había ninguna ley para castigar a los culpables. Nos habríamos la cabeza jugando a guerra de piedras y no pasaba nada, eran cosas de niños y se curaban con mercromina y unos puntos. Nadie a quién culpar, sólo a nosotros mismos. El más valeroso y por tanto el más castigado por las heridas, mi primo Pepe Luis, pues siempre estaba hecho un Cristo de moratones y cicatrices.
Tuvimos peleas y nos dábamos “calamonazos» unos a otros y aprendimos a superarlo. Merendábamos bocadillos de pan con chocolate o aceite con azúcar y no yogures bio, ni comida bifidus activa. Comíamos dulces y bebíamos refrescos, cuando se podía, pero no éramos obesos. Si acaso alguno era gordo y punto.
Compartimos botellas de refrescos o lo que se pudiera beber y nadie se contagió de nada. Nos contagiábamos los piojos en el cole y nuestras madres lo arreglaban lavándonos la cabeza con vinagre caliente y una pasada de lendrera.
Quedábamos con los amigos y salíamos. O ni siquiera quedábamos, salíamos a la calle y allí nos encontrábamos y jugábamos a las chapas, a tú la llevas, al rescate, a cambiar cromos, al escondite…, en fin, tecnología punta.
No había timbres, las puertas de las casas siempre estaban abiertas de par en par, por no haber no había ni ladrones. La cárcel que estaba en los bajos del ayuntamiento y al lado del casino siempre estaba vacía.
En la escuela alguna que otra vez, a los más traviesos se les daba pescozones o con la regla en la palma de la mano y nuestra madre con la alpargata y nunca hemos tenido problemas psicológicos.
Continuará, la próxima semana seguimos…
PD. Foto del año 1958 (Obsérvese la gorra en los pies para no quemarme con la arena)
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