Efectivamente, parece que no es posible, que no se puede, que no hay manera de hacer las cosas bien, como Dios manda; es decir, con sentido común, con honestidad, con responsabilidad, con imaginación, con atención prioritaria a las necesidades de la ciudadanía, y, cómo no, con el sentir de todos los participantes en los congresos de los partidos políticos. Nuestros líderes, no dejan de aludir reiteradamente a conceptos tales como: bases, participación, democracia, ciudadanía, ideas nuevas, soluciones a problemas, etc. pero, al final, las palabras vuelan (verba volant) y los hechos se quedan tristes y desnudos. No acaban de reconocer sus limitaciones personales, de considerar el criterio de los otros, de entender que las opiniones de los demás, sean muchos o pocos, serán siempre más valiosas que las de uno sólo, y que también tienen la obligación democrática y ética de aceptarlas, debatirlas y ponerlas en práctica, si son procedentes.
Una de las grandes cualidades que poseemos los seres humanos, es la del lenguaje; nuestra primera y principal forma de comunicación, y, a través de ella, podemos llegar a la esencialidad de nuestras vidas, que estriba en la buena relación con los demás. Nuestro progreso, nuestra calidad y nuestra felicidad dependen, en buena medida, de cómo nos comunicamos y nos relacionamos los unos con los otros. Qué hermoso es hablar con otra persona, escucharla, oírla, disfrutar con sus relatos, con sus historias; tratar de entender sus explicaciones, comprender sus puntos de vista, empatizar con ella, dialogar, etc. Pero… qué pena que este acto, tan humano y enriquecedor, este gran invento de los griegos, piedra angular de la democracia, se esté perdiendo, se encuentre en trance de desaparición. El debate y el diálogo, constituyen dos formas privilegiadas de comunicación, de encuentro, de entendimiento y de progreso. Aunque todo hace parecer que muchos de nuestros políticos, no han oído hablar de ello, pues prefieren optar por la confrontación, por el desencuentro y por el enfrentamiento estéril y sectario, que crispa y divide a la sociedad.
Poseídos por un exceso de personalísimo y de egocentrismo – como hemos podido ver en los tres últimos congresos – nuestros líderes, no aceptan el debate abierto, comprometido, libre y respetuoso con sus oponentes. No argumentan, no dan razones fundadas, evaden las preguntas importantes, no van al grano, ni al fondo de las cuestiones. Tampoco ofrecen ideas nuevas, ni imaginan soluciones ágiles y audaces para nuestros problemas. Explicar el cómo y con qué medios van a alcanzar sus objetivos nunca. Pero, sobre todo y bajo ningún concepto, aceptan la crítica por constructiva y razonable que ésta pueda ser. Desconocen la acepción del término crítica, contenida en el diccionario de la Real Academia de la Lengua: el arte de juzgar de la bondad, la verdad y la belleza de los cosas. ¡Fantástico! Pero, qué poco se parece a la realidad. Más grave aún nos resulta comprobar como sus pensamientos, sus formas y sus métodos, se están extendiendo poco a poco al resto de la población. Primero en instituciones públicas, después en actividades privadas y finalmente en buena parte de los ciudadanos, que nos estamos volviendo hipersensibles, pues hasta nos puede molestar una simple discrepancia.
El debate y el diálogo, constituyen dos formas privilegiadas de comunicación, de encuentro, de entendimiento y de progreso. |
Edgar Morin, en su obra “Introducción al pensamiento complejo”, habla de los dos tipos de delirios del hombre. Uno de ellos, evidentemente, bien visible: es el de la incoherencia absoluta, las onomatopeyas, las palabras pronunciadas al azar; indicando posteriormente que no hay fronteras netas entre la paranoia, la racionalización y la racionalidad. Mientras que la racionalidad es entendida como el diálogo incesante entre nuestro espíritu y el mundo que nos rodea, la racionalización tiene una connotación patológica y consiste en querer encerrar la realidad dentro de un sistema coherente y todo aquello – de dicha realidad – que lo contradiga, se descarta, se olvida y se margina. ¿Hay mayor paranoia que crear en las mentes unas realidades o unos enemigos inexistentes?
Esto es lo que puede ocurrir en Estados Unidos, pero que en España, en nuestro país, está ocurriendo ya, desde hace algún tiempo. Muchos políticos, especialmente nacionalistas, están superando con creces estas afirmaciones, parecen que están más cerca de la paranoia y de la racionalización, que de la racionalidad. Ignoran cualquier resquicio de sensatez y de respeto, emplean métodos de corte dictatorial y excluyente, acosan a los que no piensan como ellos, actúan deliberadamente contra la legalidad democrática, que tanto nos costó alcanzar, etc. Todo esto, sin bases sólidas, sin razonamientos consistentes, sin proyectos concretos que convenzan, sin ideas positivas que generen ilusión en la gente, sin lirismo alguno, ni estética de ninguna clase y, en definitiva, sin respuestas claras a las dos grandes preguntas que, antes de iniciar cualquier proceso, nos hemos de plantear: ¿Por qué el separatismo? ¿Para qué la independencia? Sin embargo, razones evidentes y contrarias a ello, las hay en abundancia, bien fundadas y en todos los órdenes, pero sería imposible exponerlas aquí.
Antonio Luis García Ruiz. Catedrático de EU de la Universidad de Granada
|