Ya que el dicho reza “Salobreña monte sin leña”…, creo debiera estar rectificado o al menos publicado con posterioridad a 1955, pues en esa fecha mi pueblo tenía un verdadero tesoro de arboleda y jungla, nada más y nada menos que el Postigo.
Cientos, miles o al menos a mí me lo perecían de eucaliptos, verdes y frondosos, más como no existía el Icona ni el Seprona, pues se mantenía una maleza digna de la selva vietnamita y era lugar idóneo para celebrar las mil y una batallas de los aguerridos guerreros de Salobreña, en concreto los del Condado de la calle Cristo.
Mi primo Pepe Luis era lógicamente el líder, pues para algo era mayor que yo, pero no solo por edad si no por su actitud, era digno ejemplo de gran Líder. Ya que era capaz de inspirar, motivar e impresionar a todos, debido a las propias características personales, a la confianza que inspiraba, a su manera de lograr los objetivos, a la habilidad para actuar y expresarse y a la fe que genera en nosotros. Por ello, es secundado en sus disposiciones, es guiado, es imitado, el líder es un maestro que es seguido espontáneamente.
Más de una y más de dos veces, resultó herido en la batalla y ni siquiera se inmutaba, sus piernas eran los caracolillos de Vélez de tantas cicatrices, en cambio yo, me asustaba al verle herido y más aún pensar lo que nos esperaba al bajar del Postigo, pues tanto mi tía Encarnita como mi madre, nos esperaban con buen jarabe, pero jarabe de palo.
Hay que decir que jugábamos con ventaja, pues a pesar de ser del Condado de la calle Cristo, el Abuelo de mi primo tenía la Zapatería allí mismo, el Maestro Siorico, más de una vez nos tuvo que curar nuestras heridas de guerra y lo más importante nos daba el pan con aceite y azúcar de la merienda, riquísimo. Así mismo, en el mismo borde del Postigo tenía la carpintería el niño Siorico, hermano de mi tía Encarnita y tío carnal, como se decía entonces, de mi primo; con los recortes que sacaban del trabajo, hacíamos virguerías de espadas y puñales.
Pero para espadas, la que me hizo mi tío Modesto Medina, hermano de mi madre, que al trabajar en la Azucarera San Francisco, era el maestro armero y me dio una alegría tremenda cuando vino un sábado con la preciosa Tizona, hecha en madera, pero con un puño de acero, que nunca más se ha vuelto a ver por estos lares, era la envidia de toda la tropa y la mantuve muchos años, incluso cuando nos trasladamos a la calle Fábrica Nueva.
Entre los eucaliptos, matojos, rocas, podíamos escondernos hasta el punto de pasar varios minutos sin ser descubiertos. No exagero de verdad, cuando digo que todo aparece cubierto de vegetación, en tanto que los bosques ocupan la mayor parte del terreno.
El final de las batallas lo delimitaban las heridas o el silbido de mi tío llamando desde abajo, tal era el silencio que se oía en toda la arboleda, qué tiempos Dios.
Hoy día, todo ha cambiado, no hay eucaliptos, ni matorrales, ni batallas, ni siquiera existe el condado de la calle Cristo, pero como dice la canción “Cómo han pasado los años, las vueltas que da la vida, nuestro amor siguió creciendo y con él, nos fue envolviendo, habrán pasado los años, pero el tiempo no ha podido hacer que pase lo nuestro”.
Nuestra arboleda perdida.