Los amigos son el regalo de la vida. Incluso si es yendo de viaje con ellos —circunstancia esta propensa a la chinchorrería— no se imaginan cómo son de gratos mis amigos, con ellos no te cansas de estar nunca. Fuimos algunos a Iria Flavia, lugar junto a Padrón, de nombre tan delicado y misterioso como las negras sombras de la poesía de Rosalía de Castro, que tiene aquí su casa-museo y el cementerio anexo a la colegiata del siglo XII donde reposaron sus restos mortales; la Virgen de Belén lleva en sus brazos al Niño fajado y nos ponemos a discutir sobre cuántos meses nos inmovilizaron a nosotros en aquellas ropas de bebé de hace más de sesenta años.
Las fotografías de la gran escritora retratan a una mujer sumida en depresión profunda. Era hija de hidalga pobre y de un sacerdote, no recibió una educación reglada pues escribía con faltas de ortografía y se casó con el influyente padre del galleguismo, Manuel Murguía, que la preñó seis veces con el resultado de siete hijos, algunos de los cuales murieron siendo niños; hay junto a la cama donde murió —a los cuarenta y ocho— un retrato de su cadáver hecho por su hijo Ovidio. Aunque se la conoce más por su poesía, pareja a la de Bécquer por la profundidad y el suave ritmo (‹‹Hermosas son las estaciones todas/para el mortal que en sí guarda la dicha; /mas para el alma desolada y huérfana, /no hay estación risueña ni propicia››), no olvidemos su prosa feminista y la batalladora contra la situación de pobreza del pueblo gallego; solo es comparable con la de su paisana Emilia Pardo Bazán. Claro que la condesa tenía otra situación económica y otro carácter: tras divorciarse, y emparejada con Pérez Galdós, se enamoró de José Lázaro Galdiano, se lio con él a los dos días de conocerlo en la exposición de 1888 en Barcelona y, a modo de disculpa, le escribe al novelista: ‹‹…queréis que nosotras seamos unas estatuas de piedra berroqueña, insensibles a la influencia del medio ambiente, la noche y la ocasión››
Mi amiga Mª Jesús Fortes estudió Historia Antigua mientras trabajaba, opositó por Latín y ha sido hasta hace poco también traductora, en varias lenguas, de libros científicos para la Ed. Omega; es arqueóloga, gran bibliófila y entiende de medicinas alternativas; de hecho, siempre lleva agujas de acupuntura, píldoras y ungüentos propios (afirma que elaborados con esencias de un alambique que tiene en Areny de Mar, aunque sé que le hacen reverencias en la destilería de la sierra de Caniles) por si nos ponemos malos. Tiene un punto de locura libertario admirable. Nos contó que está yendo a clases al Ateneo Barcelonés, pues se quiere hacer escritora; nos leyó un relato que nos dejó de piedra. En Vigo se compró un sombrero, se sentó en una mesa y dijo: ‹‹Hacedme una foto para que Melón Dieciochesco (yo) la cuelgue en su Facebook. Quiero ser famosa›› (Ella se dio de baja del Facebook, pues es tal su curiosidad, que asegura haber estado una vez sesenta horas metida, sin comer ni beber). Cuando reciba por correo postal un ejemplar de este periódico verá que, efectivamente, su carrera hacia la gloria ha comenzado.
Pronto tendremos libro para presentar, voy a ir preparando el acto con algunas ideas de Javier Marías sobre la indumentaria apropiada (Tu rostro mañana III): ‹‹Pero llevan algo que les da ese sello (de artísticos), para que se les note la intensidad: (…) un bastón innecesario con repugnante cabeza de galgo, un sombrero anacrónico que nunca se quitan o un pelo de músico. O en mujeres un bonete o medias de esas flojas que solo llegan a cubrir las rodillas o una gorra marinera o de negra chula y creída››. A Javier Marías, por “boutades” como esta, lo tienes que adorar u odiar; no tiene término medio. Las feministas no lo pueden ni solostrar.
En Granada el sombrero primigenio, y por ahora no cotejable con ningún otro sombrero, fue el de Juan Carlos Rodríguez que DEP.
Ángeles García-Fresneda