“España es un señor dando de comer a los patos, apoyado en el cartel de
prohibido dar de comer a los patos, quejándose de lo gordos que están”
Mr. Pink (tuitero)
Ando estos días hastiado hasta la náusea –supongo que como no pocos compatriotas- a cuenta del esperpento que machaconamente nos traen los medios a propósito del tema catalán. Pero no teman que no les voy a hablar sino tangencialmente del famoso conflicto. Mis tribulaciones obedecen a otra causa más profunda y esencial, si bien pudiera tener ciertas concomitancias con el asunto. Se trata de, como en episodios quijotescos, ver a algunos de mis conciudadanos en una especie de encantamiento hecho por algún ser maligno con no sé qué intenciones. El caso es que muchos de ellos al oír la palabra diálogo parecieran sufrir una suerte de enajenación mental que los arrastrara hasta las tinieblas de la sinrazón. No alcanzo a comprender si se trata de pura magia o algo mucho peor, una ignorancia suprema. En un país en el que el nivel cultural medio está muy por debajo de lo razonablemente deseable y en el que las convicciones democráticas están bajo mínimos no es de extrañar que determinados mantras –como ya he denunciado otras veces- tengan ese poder cuasi mágico que tan estúpidamente ligan a la vacuidad de la palabra.
Es en un paisaje como éste por el que transitan a sus anchas ladrones de toda laya, sinvergüenzas consumados, patanes de corbata o descamisados, rufianes macarras y chorizos de todo jaez: los políticos que, no contentos con sus fechorías, pretenden hacernos pasar a los demás poco menos que por gilipollas. Tan capaces de hacer el volantín más inverosímil para arañar un voto como incapaces de arañar un solo argumento sólido a la razón, estos tíos abusan de la buena fe de la gente y de su ignorancia, a partes iguales, para conducirlos al abrevadero de la confrontación que satisfaga sus intereses. No puede entenderse de otra manera que estos tiñalpas, trileros de la palabra y adictos a cualquier frase más o menos ingeniosa en las redes sociales, ante cualquier problema que revista un mínimo de gravedad recurran a la palabra mágica: diálogo. Y el diálogo, mal que nos pese, no siempre es posible y menos aún cuando se pretende forzar las leyes de la razón, de la ética y de la solidaridad. En un país con un “déficit democrático” -empleando términos de Julián Marías- tan importante, con una izquierda estrafalaria y permanentemente descolocada, cuyo único programa de gobierno es echar a Rajoy de La Moncloa –más que merecido se lo tiene, por otra parte- y una sociedad ebria de autocomplacencia la palabra diálogo alcanza un halo de tolerancia y liberalidad que pareciera acallar conciencias y vergüenzas. Nada más erróneo.
He tenido siempre para mí que los dos sólidos pilares en los que debe descansar una democracia son la ética y la libertad. Y de las dos virtudes aquí andamos bien escasos, de ahí el “déficit democrático” al que antes aludía. Siendo esto así ¿sería una señal de tolerancia democrática entablar un diálogo con una mayoría, más o menos amplia, para restablecer la pena de muerte? Obviamente no. Éticamente sería reprobable y, en consecuencia, antidemocrático y, por tanto, cualquier sociedad que pretendiera llamarse democrática no podría hacerlo sino usando un eufemismo. Y es ahí donde comienza la trampa de todos estos golfos, porque para dialogar es imprescindible saber, entre otras cosas, para qué se quiere hablar, de qué y con quién: tener plena confianza en la buena voluntad de nuestro interlocutor del que tengamos la certeza moral que no ha de conducirnos a un callejón sin salida. Basta ya de insidias.
Somos, la sociedad civil, poco o nada exigentes con la clase política que padecemos y que constantemente insulta sin el menor reparo a nuestra inteligencia. Sólo así es posible que un señor que desconoce el concepto de nación – como está debidamente documentado- se permita hablar de una nación de naciones. Sólo así resulta soportable que estos tipos, sin tener la menor idea de federalismo, hablen de un Estado federal y, para mayor inri, de un federalismo asimétrico que rompe cualquier principio de solidaridad entre los pueblos. Sólo así es posible apelar a principios identitarios para llevar a cabo tamaña tropelía separatista ¿o estamos hablando de otra cosa: de una raza superior con su consiguiente carga de ideología nazi? ¿Acaso no existen, incluso dentro de una misma provincia, pueblos con su identidad e idiosincrasia propias que los hacen diferenciarse entre sí? ¿Existen o no diferencias, incluso culturales, entre un paisano de Argamasilla de Alba de otro de Écija?
Lamentablemente es esta peña de indigentes culturales la que ha tomado como rehenes a la ciudadanía a cambio de un sustancioso sueldo y una mejor jubilación. No saben que jamás la Historia les dedicará una sola línea. Si acaso para vituperarlos.
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