La educación inclusiva está de actualidad. Del 17-19 de noviembre se ha celebrado el importante Congreso “Barcelona inclusiva” y a fines del mes pasado tuvo lugar en Alcalá de Henares el “I Congreso de Inclusión y Mejora Educativa”, en el que participé y del que ha dado cuenta Saray Marques en la revista Escuela. Sin embargo, como a menudo sucede en educación, corre el peligro de convertirse en un nuevo lema, retórico o discursivo, sin alterar sustantivamente la realidad. A lo que antes se llamaba “necesidades educativas especiales” o “educación especial” ahora, en aras de lo políticamente correcto, se denomina “educación inclusiva”. Cambiar las palabras sin trasformar los contextos.
Tiempo hemos tardado en darnos cuenta de que los tratamientos diferenciales o especiales eran segregadores. Como ha criticado Roger Slee, la “educación especial proporcionaba los medios para excluir al creciente número de niños considerados discapacitados. La administración educativa racionalizaba la exclusión”. Una educación inclusiva reclama luchar contra sistemas que, aun sutilmente, perpetúan modalidades o diferencias específicas en el interior de los centros escolares. Supone un cambio de mirada que pase de centrarse en los niños con discapacidad –y sus diagnósticos– a la diversidad de todos los alumnos, con los apoyos concretos que necesite cada uno de ellos. De este modo, las medidas y recursos, con su especificidad, se dirigen a cómo dar respuesta a las diferentes maneras de ser, participar y aprender de los niños y niñas. Como tal, debe suponer un proceso de transformación de las culturas, las políticas de escolarización y las prácticas cotidianas para eliminar las barreras que limitan el aprendizaje y la participación de los alumnos que asisten a ellos, poniendo el énfasis en aquellas poblaciones de contextos vulnerables o en riesgo educativo.
Hablar de inclusión en educación es equivalente que equidad educativa. Se trata de asegurar que todo alumno tiene garantizado el acceso, la participación, el reconocimiento y el aprendizaje, independientemente de sus diferencias personales y su procedencia social y cultural. Por eso, una escuela para la inclusión, bien entendida, centra sus esfuerzos, por un lado, en construir una organización que aminore las desigualdades y, por otro, aspire a una sociedad más justa. En el fondo, la práctica de la inclusión en la escuela es una forma privilegiada de promover la justicia social. En esta perspectiva capacitar a todas las personas para realizar sus potencialidades, requiere una intervención activa de las políticas públicas sociales y educativas para garantizar dicha capacitación.
“Capacitar a todas las personas para realizar sus potencialidades, requiere una intervención activa de las políticas públicas sociales y educativas para garantizar dicha capacitación.” |
Paralelamente, el movimiento de la inclusión en educación se dirige a construir entornos y escenarios que posibiliten el reconocimiento como ciudadano de todos y todas no sólo en las oportunidades educativas, sino en el ámbito del empleo, la economía, la cultura y la sociedad en sentido amplio. No cabe inclusión educativa al margen de una inclusión social. En fin, lograr unas escuelas inclusivas no es sólo una tarea escolar, dado que la reducción de las desigualdades es primariamente social (familia, barrio, municipio). Por eso, Ainscow ha hablado de una “ecología de la equidad”, para reconocer que no depende sólo de la escuela y de las prácticas educativas de sus profesores, sino que la (des)igualdad viene condicionada por un amplio abanico de procesos y contextos: intraescolares (prácticas existentes y cultura institucional), interescolares (sistemas escolares locales); y extraescolares (contexto social y cultural). Esto conlleva y exige, además de una política educativa coherente, un conjunto de estrategias paralelas de carácter local, como redes entre escuelas e incrementar la acción conjunta con la comunidad. Al fin y al cabo, luchar decididamente contra las barreras culturales, sociales y educativas que están en la base de prácticas excluyentes, es una tarea comunitaria.
Transformar las culturas de las escuelas, particularmente en Secundaria, con una fuerte tradición selectiva, por comunidades de inclusión exige rediseñar los lugares de trabajo, alterando los roles y estructuras, así como un liderazgo pedagógico compartido por otros liderazgos intermedios en una cultura profesional más colaborativa, en unos modos de organización donde todos se sientan crecientemente protagonistas incluidos. La escuela, en conjunción con las familias, servicios sociales y municipales están llamados a recorrer un camino compartido.
Publicado en Escuela, noviembre 2017
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Catedrático de Didáctica y Organización Escolar Universidad de Granada |