Juan Antonio Díaz Sánchez: «Noche de ilusión»

 

En una fría noche de enero,
víspera de la Epifanía del Señor
Melchor, Gaspar y Baltasar;
los Santos Reyes Magos,
hacían su bendita adoración.

Mágica noche, cargada de ilusión.
Los niños andan nerviosos,
sus miradas puestas en el reloj
el péndulo marca las horas,
la impaciencia en sus miradas
se hace presente y latente.

La Noche de Reyes es, sin lugar a dudas, la noche de ilusión más grande de todo el año. Son muchos los recuerdos que me vienen a la mente, recuerdos de la infancia, de aquella inocente infancia.

Un niño rubio, con los ojos miel caramelo, paseaba de la mano cogido por su abuelo. En una fría tarde de diciembre, mientras sonaba un villancico en medio de la plaza de la localidad, y el reloj de la torre de la iglesia –ese que, en algún momento, un poeta llamó astrolabio del tiempo− las manecillas marcaban las siete de la tarde. A este niño le brillaban los ojos –la única parte de su cara que apenas se le podía ver, puesto que la bufanda le tapaba la boca y el gorro de lana la cabeza−, cuando se paró frente al escaparate de una antigua tienda de ultramarinos, que estaba repleto de juguetes. Frente por frente a su cara, en la tienda los juguetes se encontraban y en sus ojos, el brillo de la ilusión se mostraba.

“Juan apenas sabía leer y escribir, tan sólo tenía seis añitos, pero no sin esfuerzo, intentaba escribir la carta a los Reyes Magos, con la ayuda de su abuelo”.

Ya se ponía el sol, el ocaso de la tarde se hacía presente en la vetusta villa y el viento helado de la sierra abrazaba sus casas y calles. Las chimeneas, que se vestían con largas cortinas de humo, no paraban de emanar los sueños que se quemaban al fuego del hogar. Junto a esa lumbre; Juan, así se llamaba el niño, intentaba garabatear algunas líneas en un papel. Juan apenas sabía leer y escribir, tan sólo tenía seis añitos, pero no sin esfuerzo, intentaba escribir la carta a los Reyes Magos, con la ayuda de su abuelo, al calor que desprendía la chimenea y el sonido de la vieja radio en la que se escuchaban los villancicos y noticias.

Al día siguiente, poco después de las diez de la mañana, Juan y su abuelo se dirigieron a la oficina de correos para echar la carta al buzón real que se encontraba allí instalado para tal efecto.

Cuando la Navidad llegaba a su fin, SS. MM. de Oriente se acercaban a la vetusta villa y en el día de la Epifanía lucía el sol cuán amanecer de una temprana mañana. En esa amanecida, los regalos se encontraban junto al Belén y el árbol, unos grandes paquetes que habían dejado los Reyes, envueltos en primorosos papeles, las tres copitas de aguardiente se las habían tomado, el roscón zampado y, cómo no, el cubo de agua que se les había dejado preparado para los camellos se encontraba vacío.

Otro año más, la tradición se cumplía, la ilusión de Juan, ese niño pequeño de pelo rubio y ojos caramelo, se veía satisfecha y acrecentada, y la ilusión de su abuelo también al verlo todo el día jugar con sus regalos que destilaban felicidad, ilusión, inocencia y dulce infancia.

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Juan Antonio Díaz Sánchez 

Centro de Estudios Históricos de Granada y su Reino

 

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