Juan Antonio Díaz Sánchez: «Ego te absolvo a pecattis tuis»

 

Al ver a la gente, Jesús subió al monte,
se sentó, y se le acercaron sus discípulos
(Mt 5,1 Sermón de la montaña)

En una fría noche de invierno, cuando la monotonía de lluvia se convertía en una constante y parecía que hubiesen dejado abiertos los grifos del cielo, la luz de los relámpagos iluminaba el dormitorio. De repente, un fuerte estruendo hizo temblar los cristales de la casa, el cielo rugía como las fieras enjauladas de un circo. El aldabón de la puerta sonó tres veces, a unas horas que, a pesar de la mala noche, eran intempestivas. Don Antonio despertó bruscamente del profundo sueño en el que estaba inmerso −¿quién es?− preguntó con la voz quebrada, −¡por amor de Dios, abra la puerta! don Antonio− contestó un joven vestido de negro y empapado de agua aunque intentara cubrirse con un paraguas a juego con su sotana.

Don Antonio era un viejo cura que ejercía su ministerio sacerdotal en una parroquia de una aldea situada en pleno corazón de la sierra, desde ahí, atendía a varias ermitas que estaban situadas en aldeas repartidas por la serranía oriental de Andalucía. El joven que recién llegado era Manuel, un seminarista que acababa de recibir las órdenes menores e iba a pasar un año como asistente de don Antonio. –Recibí una carta del obispado la semana pasada anunciando su llegada. Lo que nunca pensé es que llegara usted en una noche tan mala como ésta−, dijo don Antonio. El viejo cura le ofreció una toalla para que se secase y un pijama limpio para que pudiese quitarse la sotana totalmente empapada que llevaba. Don Antonio le ofreció una taza de chocolate caliente a Manuel para que entrase en calor y le mostró su dormitorio. –Mañana a primera hora comenzaremos la labor que te ha traído hasta aquí. –Espero que seas consciente de lo duro que esto es y que siempre te muestres fuerte ante las dificultades— le dijo don Antonio. El joven seminarista asintió con la cabeza y se fue a dormir, con lo cansado que estaba no le costó trabajo conciliar el sueño pese a los truenos, la tormenta y la lluvia.

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Al día siguiente, el sol salió a la hora de costumbre –parecía que no tenía muchas ganas de madrugar—don Antonio se levantó primero y ya tenía la lumbre encendida, la cafetera en el fuego y la radio prendida, cuando Manuel bajó a desayunar. −¿Qué tal has dormido?−, le preguntó el viejo cura al muchacho. –¡Bien!, don Antonio, he dormido muy bien, como hace tiempo no dormía− contestó éste. –Espero que hayas recuperado fuerzas. Ahora a desayunar fuerte porque nos espera una larga y dura jornada de trabajo—le dijo don Antonio.

En aquella jornada don Antonio mostró al joven seminarista en qué consistía la labor pastoral que desarrollaba en la sierra. Una vida dura, en pleno contacto con la naturaleza y muy alejada de la ciudad. Manuel no dejaba de salir de su asombro. Cada cosa nueva que le mostraba el cura a él le parecía algo fascinante. No podía comprender muchas de las costumbres que allí había y admiraba el ingenio de las gentes que allí vivían, con poco se podía hacer mucho. Ese ere el estilo de vida que en la sierra se llevaba, su filosofía de vida. –¿Qué te parece lo que vas viendo Manuel?—le preguntó don Antonio al joven. –Bueno la vida es muy distinta aquí a lo que lo es en la ciudad—Manuel era un muchacho de la capital, que se había criado en una familia bien.

Pasaron los meses y Manuel se acomodó perfectamente a la vida en la sierra, dura pero a la vez gratificante, porque nada más que con disfrutar de los aromas a tomillo y romero que volaban por el aire al compás del viento, y se percibían al alba de la mañana de San Juan, a los gallos cantar; merecía la pena. Él consideraba aquella oportunidad que la vida le estaba ofreciendo como un regalo de Dios, y lo era, realmente lo era.

“Don Antonio era un cura muy bueno, tradicional, de antiguas costumbres, un viejo sacerdote, pero un buen hombre, que intentaba ayudar a todo aquel que lo necesitaba.”.

Don Antonio era un cura muy bueno, tradicional, de antiguas costumbres, un viejo sacerdote, pero un buen hombre, que intentaba ayudar a todo aquel que lo necesitaba. Algunas habladurías y rumores sobre su pasado surcaban al viento. Manuel hubo de oír que antes de ser sacerdote había sido un joven libertino y díscolo, que no acataba autoridad alguna, ni prestaba atención, ni rendía obediencia a nadie más que a él mismo. Manuel había llegado a escuchar sobre don Antonio que llegó a tener un hijo antes de ser sacerdote, que su novia murió en el parto y que el bebé fue llevado a un hospicio de la capital para evitar el escándalo que ello hubiese supuesto. Al parecer ser, la muchacha era de buena familia. Una juventud azarosa que se había saldado con un hijo dado en adopción, la pérdida de su novia y el haberse sumido en la más profunda de las penas.

Manuel no podía dar crédito a todos aquellos rumores, chismes y bulos. Incluso le llegaron a asegurar que don Antonio ingresó en el seminario por recomendación de un sacerdote franciscano amigo suyo para intentar encontrar la paz interior que tanto necesitaba, el perdón de todos sus pecados y olvidar todas las desgracias que había sufrido.

Al alba de la mañana, en la que se celebraba el día del Apóstol Santiago, Manuel se levantó y advirtió que don Antonio no se había levantado. Manuel se preocupó y fue a su dormitorio. Halló a éste tendido en el suelo, agonizando, Manuel gritó –¡don Antonio qué le ocurre!− y don Antonio entre sollozos respondió –¡confesión, Manuel, confesión!—pero yo no soy sacerdote—respondió Manuel. −Es igual—, dijo el cura. –Está bien—, respondió el seminarista ante la urgencia del caso –don Antonio ¿se arrepiente de todos sus pecados?—le preguntó Manuel, –de todos, salvo uno, porque gracias a él te tuve a ti hijo mío—y diciendo esto expiró ante la enmudecida mirada de Manuel, su hijo, que tan sólo pudo decir: “Ego te abosolvo a pecattis tuis”.

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