Fernando de Villena, autor de 'El reloj de la vida' (Ed. Evohé)

Francisco Gil Craviotto: «El reloj de la vida»

Fernando de Villena (Granada, 1956) es uno de los escritores más fecundos de la España actual. Su facilidad para la escritura, tanto en verso como en prosa, le permite publicar cada año un par de libros, sin contar sus colaboraciones en libros colectivos y revistas literarias. Este año 2018, apenas iniciado, ya cuenta con un nuevo libro de Fernando de Villena: una novela titulada “El Reloj de la Vida”, que acaba de publicar la editorial Evohé de Madrid. El libro, de casi 200 páginas, está dedicado al escritor Pedro José Vizoso.
 
“El Reloj de la Vida” lleva una indicación en la portada: novela histórica. Esto ya nos está advirtiendo que a la escritura de la novela le ha precedido un meticuloso trabajo de investigación. También nos está diciendo que, aunque la obra tenga su trama, más o menos inventada por el autor, los puntos más esenciales de la misma son historia y, como tal, auténticos. Con estos precedentes en la cabeza nos adentramos en el libro.

Cuando entramos en la novela en seguida descubrimos que se trata de la autobiografía de un personaje imaginario, pero tan bien pergeñado que casi nos parece verlo y oírlo hablar. Tiene además la virtud de contarnos todas sus aventuras y desventuras, con tal amenidad y desparpajo, que el lector se bebe los capítulos sin apenas darse cuenta. Sin embargo, considerarlo el alter ego del autor, aunque sus pensamientos muchas veces coincidan, nos parece exagerado. Alfonso Linares, que es el personaje en cuestión, es un escritor malagueño, de Ronda, que nuestro autor lo ha creado para que viva los años cruciales del Modernismo y la Generación del 98 y, en consecuencia, para que nos hable de todos los personajes de aquella época que se ha dado en llamar edad de plata de la literatura española.

Escrito todo el libro en primera persona, Alfonso Linares comienza el relato de su vida contando su infancia en Ronda. Una Ronda pequeña y recoleta, aún no invadida por el turismo masivo y bullanguero, que se aproxima bastante a la que en esa misma época o un poco después descubrió el escritor alemán Reiner María Rilke. Paisajes de una belleza deslumbrante, silencio y poesía. Pero, ay, dentro de la ciudad también habita un gusano que todo lo aniquila y corrompe –el viejo caciquismo y señoritismo andaluz- y Alfonso, hijo de una familia modesta, un día tiene que abandonar la ciudad porque la noche antes ha amenazado de muerte al señorito más importante de la zona, un auténtico calavera continuador del derecho de pernada, que anda detrás de su hermana. Alfonso sólo tiene quince años y, para no morir de hambre, tiene que trabajar de recogedor de aceituna en uno de los pueblos por donde pasa. El trabajo es de sol a sol y el jornal una peseta por día. Después de casi un mes de trabajo agotador logra hacerse con dinero suficiente para continuar su huida. Su intención es llegar a Madrid, pero antes hace escala en Granada. Nuestro autor aprovecha la ocasión para rememorar la Granada de comienzos del siglo XX, una Granada particularmente literaria y científica, con dos publicaciones punteras en el programa cultural de entonces: el periódico “El Defensor de Granada”, que dirigía Luís Seco de Lucena, y la revista “Alhambra”, la insólita publicación mensual que, contra viento y marea, mantenía Francisco de Paula Valladar. Alfonso Linares, a pesar de su falta de experiencia y su escasa formación literaria, logra colaborar en ambas publicaciones. Es quizás el punto más discutible del libro, pero al lector sólo le queda aceptarlo. El capítulo de Granada tiene otro interés añadido: es aquí donde comienza el desfile de personajes insólitos y extravagantes –precisamente uno de los atractivos mayores de la novela-, y Bonifacio Sánchez, estudiante, buscavidas, sablista y eterno bohemio, encabeza esta larga lista, que después continuará y se ampliará en Madrid, cuando Alfonso Linares, escritor de bolsa vacía y sin padrino, se adentre en el mundo de la bohemia.

“Es el pueblo y sus escritores, grandes y pequeños, los que llenan, con sus vivencias, aventuras, desventuras y lágrimas, las páginas del libro.”.

Todo el resto de la novela, con excepción de un breve viaje a París y unas pocas páginas del final, fechadas en Guernica, sucede en Madrid. Fernando de Villena sabe revivir, con realismo y cierto aire neorromántico, el Madrid de las tres primeras décadas del siglo pasado. Junto a las grandes figuras de las letras de entonces –los hermanos Machado, Villaespesa, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Cansinos, etc.-, el lector va conociendo a otros seres menos afortunados que pululan por cafeterías, plazas, merenderos y prostíbulos. Unos son seres reales que nuestro autor ha sabido rescatar del olvido; otros creados por su imaginación para deleite del lector. También vamos conociendo las publicaciones y periódicos de aquellos años: los grandes, como El Heraldo, y los pequeños y molestos al poder, como El Motín, de José Nakens o el Madrid Cómico. Tampoco faltan los grandes sucesos que conmovieron al país. De todos ellos el más lamentable quizás fuese el asesinato de Canalejas por un anarquista en pleno centro de Madrid.

Es sin duda esta colosal reconstrucción del Madrid de la edad de plata de la cultura española, cuyo escenario fue esencialmente madrileño, lo que le ha llevado a nuestro autor a calificar su novela de histórica. Y efectivamente novela histórica es este “Reloj de la vida”, pero aún podríamos añadir un matiz muy importante: novela histórica de la vida cotidiana madrileña. Es lo que Unamuno calificó de intrahistoria de los pueblos que, dicho sea de paso, nos interesa mucho más que la historia de los grandes personajes, las batallas y los delirantes estereotipados discursos. En el libro de Fernando de Villena no aparece ni el rey ni ninguno de sus ministros. Es el pueblo y sus escritores, grandes y pequeños, los que llenan, con sus vivencias, aventuras, desventuras y lágrimas, las páginas del libro.

Pero sobre esta reconstrucción histórica, que abarca todos los ángulos y matices de la vida madrileña de entonces, se impone un idilio de amor y muerte, que sin la menor duda es lo mejor de toda la novela. El personaje Manuela es todo un acierto de nuestro autor y sus amores con Alfonso, así como su temprana muerte, hacen de esta novela un imperecedero monumento de amor y dolor. Es en este sentido en el que me atrevo a calificar este libro de neorromántico, un género que en nuestro siglo parecía definitivamente olvidado.

Ya sólo me queda señalar la soltura de estilo, siempre en un español impecable, limpio de barbarismos y otras impertinencias tan corrientes en los libros de ahora, que, unido a la modesta paginación -176 páginas-, hacen que la novela se lea en el breve espacio de dos o tres noches.

Redacción

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