Leandro García Casanova: «A nuestros padres»

Nunca he leído un escrito donde los jóvenes elogien a la generación anterior, o los hijos a sus padres. Más bien ocurre al contrario, los jóvenes siempre han tratado de diferenciarse de las generaciones anteriores, por cuestión de personalidad, de rebeldía o de reafirmación frente a los otros. Esto se aprecia mucho en los movimientos literarios. Por otro lado, los hijos deben de emanciparse y hasta quitarse el yugo de los padres, para poder realizarse en la vida y desarrollar su personalidad, como cuando el Señor dijo a Abraham, según el ‘Génesis’: “Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre y vete a la tierra que te mostraré”. Cada época tiene su moda y sus costumbres, y también podríamos aplicar el refrán de que se es revolucionario a los veinte años y conservador a los cuarenta. Porque, a los veinte años no se tiene una visión de la vida como a los cuarenta, y no digamos a los sesenta. Por eso siempre estará presente en la relación de padres e hijos, y entre las generaciones, el problema de la eterna incomprensión. El hijo no comprende el mundo atrasado, arcaico y conformista del padre –que ha bregado con cincuenta batallas, procura no crear problemas y llevar una vida tranquila y digna–, mientras piensa que, enfrentándose al sistema, rebelándose contra las normas y protestando por todo, va a conseguir sus reivindicaciones o que va a descubrir la pólvora. La vida ya se encargará de demostrarle que todo está ya descubierto y que en la sociedad se producen cambios a la vez que todo sigue igual.

 

Hace poco he vuelto a ver ‘Canciones para después de una guerra’, del director Basilio Martín Patino, que falleció en 2017. La película se estrenó en 1971, pero estuvo censurada hasta la muerte del dictador Franco. Retrata las escenas de desolación, pobreza y miedo de la posguerra, el sufrimiento, la represión y la dureza de la vida que tuvieron que soportar nuestros padres, pues se encontraron con una España completamente destrozada a causa de los tres años de guerra civil. Las cartillas de racionamiento estuvieron hasta 1953, yo todavía guardo la de mis padres, lo mismo que el estraperlo, el contrabando de los productos básicos de alimentación. Ellos vivieron los peores años del siglo XX, trabajaban como los chinos y en unas condiciones miserables, cobrando cuatro perras, sin vacaciones, sin seguridad social, sin comodidades y con una paga escasa en la jubilación. En el filme de Martín Patino, el malagueño Miguel de Molina canta ‘La bien pagá’ y ‘La hija de don Juan Alba’. Al finalizar la guerra recibió una paliza de los falangistas, por su condición de homosexual, de manera que tuvo que exiliarse en Argentina donde murió completamente olvidado. Estrellita Castro nos deleita con ‘La morena de la copla’ y ‘Suspiros de España’, mientras que Concha Piquer te emociona con ‘Tatuaje’: “vino en un barco de nombre extranjero”. No podían faltar ‘Ojos verdes’, ‘Francisco Alegre’ y tantas canciones y coplas míticas en aquel tiempo del pan negro y de la miseria. Eran canciones para sobrevivir, para sobreponerse a la oscuridad, al vacío, al miedo, a la pobreza…

En los años sesenta, en la radio eran famosos los programas que dedicaban canciones a la novia, al hermano, a la madre…, mientras que a veces oías cantar a las mujeres y a los hombres en las casas. Hoy a nadie se le ocurre cantar, porque estamos saturados de música, de televisión, de wasap, de Internet, videojuegos… Ahora es frecuente ver a los jóvenes por la calle, con los teléfonos inteligentes en la mano, los pinganillos en las orejas y la sonrisa en la boca porque están viendo el video de un chucho bailando. En la película también salen escenas de las colas de hambrientos, prematuramente envejecidos, en el Auxilio Social, que se creó durante la guerra para los más necesitados. El comedor del Auxilio Social en Guadix, en los años sesenta, daba un olor a humanidad impresionante, pues allí comían los niños más pobres, la mayoría de ellos eran gitanillos de las cuevas. Se te saltan las lágrimas viendo la llegada del buque soviético ‘Semíramis’, al puerto de Barcelona, en 1954, donde esperan miles de personas. Llevaba 286 presos españoles, la mayoría eran soldados de la División Azul, que la Unión Soviética liberó en un gesto de buena voluntad. Allí está una abuela o quizá sea una madre, con su pañuelo negro y con el pelo blanco del sufrimiento, que espera ansiosa al hijo, y unos hermanos que se abrazan después de diez años de cautiverio. Hay una escena graciosa, en la película, en que un niño pelón se levanta del pupitre y le contesta al maestro, con todo el respeto del mundo: “No he podido estudiar, don Anselmo”. Sin embargo, todos imaginamos la reacción que debió tener don Anselmo, pues el lema preferido de aquellos años duros era precisamente “la letra con sangre entra”. Los hijos de la posguerra crecimos en la austeridad, pues nos decían “¡niño, come pan!”, y nos educaron en la disciplina, como los maestros, esto es, a base de castigos y algunas tortas. Recuerdo que en el pueblo, la luz se iba de vez en cuando y entonces mi madre sacaba el quinqué. En fin, el trabajo, la disciplina y el respeto fueron las consignas que nos inculcaron nuestros padres.

Pero, bueno, era lo que había entonces y la Dictadura de Franco ya se encargaba de la censura, de la represión y de encarcelar a los sospechosos. En los años sesenta fue la época del “Desarrollo” y la construcción, los turistas comenzaron a venir en masa a España, buscando el sol y los precios bajos, y el Seat 600 se convirtió en el coche de moda. Por eso, la generación de nuestros padres fue la que levantó España y las comodidades que tenemos hoy se las debemos al esfuerzo y al sufrimiento de ellos. Al llegar a cierto nivel de vida y al Estado de Bienestar, aquella burguesía y el movimiento obrero hicieron que fuera posible la llegada de la democracia a España, en 1977. Ya no se podía sostener, como antes, un Régimen caduco basado en la fuerza, en la opresión y el miedo. El pueblo pedía libertad, participación y democracia. Hoy, los derechos y libertades que gozamos los españoles vienen reconocidos en la Constitución, pero no sabemos apreciarlos ni el trabajo que costó conseguirlos. Mis padres fallecieron en 1977 (con 58 años) y en 1995, respectivamente, y por eso los echo de menos, me recuerdan la infancia y la juventud, de los años cincuenta y sesenta, y aquella España en blanco y negro de la Dictadura. Pero, como digo, no sabemos reconocer ni el bienestar ni la democracia que gozamos en España y, menos aún, que se los debemos a nuestros padres y abuelos.

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