Han pasado ya más de siete años, desde el comienzo de la inexplicable guerra civil de Siria, y todo parece indicar que su fin no va a llegar, que la mayor tragedia actual de la humanidad, nunca va a terminar. Podríamos incluso afirmar que hemos logrado “la estabilidad en la guerra”; es decir, aceptarla como “un permanente museo de la ceguera y la tozudez humanas”. Nos resulta incomprensible, a todas luces, que una tragedia de tales dimensiones, sea debida fundamentalmente a la negativa a abandonar el poder de un dictador, Bashar al Asad, que entre su padre y él llevan cuarenta y ocho años gobernando. Un vergonzante culto al personalismo, que los necios partidarios de Puigdemont deberían conocer bien. El ataque con armas químicas a su propio pueblo, aunque desmentido por los gobiernos de Rusia y de Siria, ha provocado el consiguiente bombardeo de los tradicionales aliados: Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Todo ello, nos resulta enormemente triste y desalentador, porque se ha agravado, aún más, la situación y nos demuestra que no hay visos de solución.
No ha bastado con la destrucción de un país hermoso como Siria, no ha sido suficiente la muerte de casi medio millón de personas, tampoco les vale los miles de heridos o mutilados, ni los cientos asfixiados o quemados por efectos del gas, ni los miles de refugiados, ni tampoco la emigración de la mitad de la población. Les importa muy poco la contaminación de la naturaleza, la destrucción de ciudades tan elegantes como era Alepo, o tan monumentales como Palmira, o tan históricas como Damasco, una de las ciudades más antiguas del mundo. Los islamistas radicales y otros “señores de la guerra”, no tienen razón, ninguna razón, ni inteligencia y mucho menos corazón. Son una antelación de lo que la tecnología pretende fabricar hoy: robot humanos, muñecos mecánicos, sin sentimientos, ni emoción, que no diferencian el bien del mal, entre su yo y el de los demás, entre la vida y la muerte, entre la cordura y la locura, entre la guerra y la paz.
Quién de nosotros se puede quedar indiferente ante tanta catástrofe, ante semejante genocidio, ante tal horror, ante el enorme sufrimiento de personas, niños o mayores, que no son culpables de nada y que nada han hecho para ser atacados en sus propias casas, desplazados de sus hogares y separados de sus familiares. ¿Cuál es el problema tan importantísimo que se pretende resolver con esta guerra? ¿Qué grandes razones nos asisten para justificar ésta o cualquier otra guerra? ¿Cómo se puede explicar que haya millones de personas hacinadas en campamentos de refugiados? ¿Qué estamos haciendo para evitarlo? Todavía recuerdo – a propósito de ello – una frase que, con frecuencia, pronunciaban algunos de mis compañeros de la Facultad de Filosofía, en los años setenta: “yo no podré nunca ser feliz, mientras haya guerras e injusticias en el mundo”. Este grandioso pensamiento, refleja el idealismo y la utopía de una época; el altruismo y el compromiso de una generación, muy distantes del egoísmo y del consumismo actual.
Pero no logramos entender que ignorar a los demás, desvanece la convivencia social, empobrece nuestro pensamiento ético e intelectual y nos entristece al no ser correspondidos en las bondades del amor, del afecto o de la amistad. |
Pero existe otro riesgo aún mayor y más peligroso y que representa lo contrario a lo que acabo de decir. Me refiero a la indiferencia generalizada, que nos está invadiendo lentamente e inconscientemente y a todas las capas de la sociedad. Han pasado pocos días de los últimos ataques, y ya nos hemos olvidado, otra vez más, de la guerra de Siria. Ensimismados, casi enajenados e instalados en la comodidad, parece que no nos importan las guerras, ni la muerte de seres humanos, ni el sufrimiento, ni el hambre, ni lo que les ocurra a los demás. Sólo nos preocupa el momento, lo presente, lo cercano, lo que nos afecta o nos interesa, etc. Pero no logramos entender que ignorar a los demás, desvanece la convivencia social, empobrece nuestro pensamiento ético e intelectual y nos entristece al no ser correspondidos en las bondades del amor, del afecto o de la amistad. Siria grita en nuestros corazones, en nuestras cómodas conciencias, y nosotros no podemos permanecer ajenos, caer en el desánimo u olvidar la fraternidad.
Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito, ese tesoro de libro que escribió hace ahora setenta y cinco años, dijo que “para lograr la paz, hay que poner toda nuestra inteligencia al servicio del amor”. Según esta afirmación, podríamos plantearnos unas atrevidas preguntas: ¿Al servicio de qué o de quién esta nuestra inteligencia? ¿Y nuestra investigación? El Papa Juan XXIII, acérrimo defensor de la paz, nos dejó este mensaje en el subtítulo de su última encíclica: “la paz entre todos los pueblos, ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. El Papa Francisco, no ha parado de hacer ruegos y exhortaciones a los políticos implicados en la guerra, para retomar el encuentro y la negociación, hasta lograr la paz. Frente a la guerra, a la violencia y la intolerancia, etc. existe el diálogo, el encuentro, el entendimiento, la negociación, la fe, la esperanza, la paz .y muchísima gente de buena voluntad. La madre Teresa de Calcuta dijo que “la paz comienza con una sonrisa”, y la paz en la Tierra, bien vale una sonrisa. No te prives de ella.
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