Los rigores del verano y la solera de la tercera edad se mezclan con el olor a pomada y yeso fresco. La media de edad en las urgencias de traumatología es muy elevada. La mayoría de los pacientes ha consumido ya la mayor parte de su esperanza de vida y se encuentra al final del otoño o en una estación aún más fría de su existencia. Accidentados y todo, los abuelos se han acicalado para afrontar el trance hospitalario y algunos calzan zapatillas de paño que pacifican los juanetes y dignifican sus figuras. Uno de los señores mayores, todo orgullo y afecto, se jacta de que nadie hace la tortilla de patatas como su señora; porque le llora el huevo, dice. Más allá de la bondad y paciencia infinita que las personas mayores demuestran en el cuidado de sus parejas, me asombra el pánico que asoma a sus rostros. Barrunto que debe ser terrible apurar los últimos tragos juntos, ver cómo tu vida se vacía sin tiempo ya que poner de tu parte.
A primera hora de la tarde dos celadores traen a la sala a una pareja de jóvenes que acaba de tener un accidente de tráfico. Con virtuosismo hospitalario los aparcan uno junto al otro. Todo se mueve muy rápido en torno a ellos y parece que su estado, sin ser grave, es bastante delicado. Su aspecto gótico, dominado por la tinta, contrasta con la pañería ambiente.
Con la mirada clavada en la pared por la fijación del collarín, ella llora y busca la mano de su novio, que él ofrece con displicencia. Ambos lucen un tatuaje a juego que revela un pacto que debiera ser permanente como el tinte que lo sella. No puedo evitar juzgar al chico. Todo el mundo puede ver que ella podría aspirar a más y no comprendo qué hace con alguien que nada más sobrevivir juntos a un accidente de tráfico solo alcanza a ignorarla. Arrastrado por la indignación, busco en Internet clínicas locales especializadas en la eliminación de tatuajes y encuentro algunas con ofertas muy razonables que garantizan óptimos resultados.
“ Conmueve ver a alguien tan roto entre todas las personas rotas que pueblan las urgencias de traumatología” |
Cumplida la media tarde, los camilleros devuelven a la chica al lugar donde aguarda su novio en su silla de ruedas. La han dormido y, por tanto, la crisis de llanto que conmovió a la sala durante más de media hora ha remitido. El joven, que en todo este tiempo no ha desviado la mirada del móvil y ha contestado con monosílabos a quienes han mostrado interés por su estado o por los detalles del siniestro, es ahora quien se derrumba. Y lo hace a lo grande, de manera audible y exuberante, sin que nadie en la sala pueda ofrecerle consuelo. Conmueve ver a alguien tan roto entre todas las personas rotas que pueblan las urgencias de traumatología. Por su juventud es probable que no lo sepan, pero las posibilidades de que esta relación supere la prueba de los años son bastante reducidas. Cabizbajos, sospecho que los abuelos dedican un pensamiento a aquellos primeros amoríos que nunca llegaron a olvidar del todo.
Ahora me siento culpable por haber juzgado al chico. Qué mal hábito este de juzgar a las personas sin conocer su historia. Es seguro que también a él lo educaron para hacerse el duro, para aparentar indiferencia cuando la ocasión reclama ternura. Solo así se puede entender que tuviera que esperar a que ella estuviera inconsciente para volverse humano. Es una lástima, para mí tengo que a ella le habría hecho bien verlo llorar.
Mientras preparo a mi paciente para llevármela a casa, pienso en cómo los actos de Dios y del diablo rompen las reglas del hombre en circunstancias extremas, cuando toda ceremonia humana se vuelve absurda, y pido al dios de las causas imposibles que aún les pueda suceder a estos chicos lo que para sí han soñado. Por soñar alto la vida les debe un vuelo.
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