Recuerdo que una fría mañana de enero de 1996 llegué con mi familia a Las Gabias. Pero, antes de tomar posesión de la nueva casa, entre tanto follín del traslado y antes de que llegara el tío del camión con los muebles, nos dio por comernos unos churros en el quiosco que había en la plaza de Armilla. En medio de tanta bulla, siempre es bueno hacer un alto en el camino para echar un bocado. El caso es que los churros, a las siete de la mañana, nos sentaron bastante bien y hay gente que tiene arte con los palillos en la sartén de aceite. Hace unos meses repetímos la misma operación pero el lugar y el precio ya no eran los mismos, pues el quiosco ha cambiado de lugar: “¿A cómo son?”, pregunté. El del mandil no supo decirme a ciencia cierta a cuánto salía el kilo de churros, aunque los churreros tienen salida para todo: “¡Hombre, nosotros siempre aconsejamos una rosca para cuatro personas!”. “Bueno”, le dije, con resignación. El caso es que me vine para Las Gabias con mi rosca de churros y con dos euros y medio menos en el bolsillo. En algunos sitios –como en una churrería que había por el Gran Eje de Jaén- te servían las roscas de churros atadas con un junco, si eran para llevar. Y la verdad es que quedaban la mar de bien.
El caso es que, al poco de llegar nosotros al pueblo, llegó el camioncillo con los muebles y los trastos. Era la película de siempre –maletas para arriba y maletas para abajo– y el viaje a ninguna parte, aunque ya llevaba unos pocos en el cuerpo. Quizá quedaba flotando en el aire la pregunta de cuánto tiempo íbamos a durar aquí. Luego nos pasamos un mes ordenando la casa, con el estrés que conlleva un traslado, pues todo te resulta nuevo y tienes que empezar prácticamente desde cero. Pero yo no tenía tiempo ni ganas de hacerme demasiadas preguntas: sólo sabía que llegaba a mi tierra y eso ya era suficiente. Había salido de Granada veinte años antes, aunque Carlos Gardel aseguraba que “veinte años no es nada”, y yo estoy por darle la razón pues la vida se pasa volando. El mísero mundo se volvió un poco más triste sin sus trinos de pájaro cantor. El caso es que, durante los años de ausencia, mis padres y algunos de mis mejores amigos se fueron quedando en el camino, calladamente, pero dejando un vacío en mi alma que nunca he podido rellenar. Ahora tenía que empezar de nuevo con la brega, pero esta vez sin los seres queridos y recordados.
Al principio, recuerdo que un pastor tenía la costumbre de pasar con su rebaño de ovejas y cabras por delante de mi casa. En cuanto oían los cencerros, mi mujer y una vecina salían a gritarle al pastor: “¡Oye, chaval! ¿Pero no te das cuenta que aquí vivimos personas? ¡Por Diooos!…”. Pero el pastor se hacía el sordo y yo mismo tenía que meterme entre los borregos para alcanzarlo, pues iba siempre delante del rebaño, acompañado de sus dos perros: “¡Pero, hombreee! ¿Es que no puedes echar por la parte de atrás?”. El resultado era que las cabras hispánicas y los borregos ibéricos dejaban en la calle un reguero de cagarrutas y una peste flotando en el ambiente de muy señor mío, pues es notorio que estos animales atufan demasiado. Así tuvimos varias escaramuzas, hasta que una tarde amenacé al rabadán: “Mañana te voy a poner una denuncia en el Ayuntamiento”.
Aquello fue mano de santo, se convenció entonces que la cañada de atrás, llamada de Contreras, era más segura. El pastor encerraba el ganado en un corral que había dos calles más arriba y una vecina me decía que no podía abrir las ventanas en el verano. Por aquellos días, en la tapia de mi patio, solía encaramarse un lagarto verde, como haciéndote ver que aquel terreno era propiedad de sus antepasados; pero al poco tiempo desapareció. Y, enfrente de mi casa, en la chimenea del vecino, se posaba por las mañanas un búho pequeño pero también emigró.
En los días de verano, a causa de la calina, apenas si se distingue Las Gabias desde el mirador de San Cristóbal; pero la imagen mutilada, convertida en varios trozos y triste de Montevive –otrora un monte altivo y orgulloso, de color leonado– aparece entre cansina y agostada sobre el horizonte azul.
El doctor Manuel Rodríguez Carreño describió así el paisaje que veía, desde la cumbre de Montevive, a mediados del siglo XIX: “(…) las apiñadas y pintorescas alquerías y casas de campo que cercan Granada, las cuales aparecen recostadas sobre la alfombra de sus deliciosas vegas y recrean el alma elevándola a meditaciones sublimes”. Llegando a Las Gabias por la carretera, llama la atención la diminuta silueta de la vieja encina, que se alza majestuosa y altiva en mitad de la cima del cerro, como si fuera la conciencia de los atropellos que allí se han cometido. Un gabirro centenario me contó un día que Montevive había sido testigo fiel de las viejas historias y leyendas de Alhendín, La Malahá y Las Gabias. Y en otra ocasión, una gabirra me dijo: “Antes de que lo destrozaran, Montevive se asemejaba a los pechos de una mujer”.
Hasta hace pocos años, en la festividad de San Marcos, grupos de jóvenes subían al monte a pasar el día y se comían allí el hornazo, pero esta tradición se ha perdido pues el ayuntamiento reparte ahora los hornazos en el parque periurbano. La mina de estroncio está abandonada desde hace tiempo y la imagen de la vieja encina nos indica que aquellos parajes deformados han sobrevivido a la devastación (hay zorros, cuervos y otros muchos animales), que también afectó a los restos arqueológicos de una cueva. Por eso Montevive se ha convertido en un símbolo, como las Montañas Negras de los pieles rojas donde anidaban sus espíritus. Es de justicia que los Ayuntamientos de Las Gabias, La Malahá y Alhendín recuperen Montevive, para que pueda ser visitado y repoblado.
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