Últimamente, me asaltan dos olores. Uno el de café que hacía mi abuela Laura y la tostada de mantequilla Lorenzana y el otro, el perfumado aroma que desprenden mis nietos. Ambos me embriagan y me hacen muy feliz.
Diminuto navegante, que, en apenas un instante, has cruzado un mar de estrellas, y ahora esperas, en los brazos del abuelo que te diga sus tonterías y sus halagos.
No sé, tal vez mis nietos se hayan dado cuenta que el abuelo está recuperándose de una grave enfermedad, con ese sexto sentido que tienen todos los ángeles. El caso es que cada vez que me miran, sonríen continuamente, con esa sonrisa benéfica y beneplácita que les ha bendecido la vida, yo lo confieso me derrito con “esa cara tan bonita”. Cada hijo nos llena el corazón de amor y felicidad, pero cada nieto lo desborda de ternura.
Un día leí en un cartel que con veinte años uno tiene el rostro que Dios les ha dado; con cuarenta el rostro que le ha dado la vida y con sesenta el que se merecen, yo estoy en esa etapa en la que mi rostro tiene que reflejar el merecimiento hecho, o al menos eso intuyo en la mirada de mis nietos.
Nadie dijo que esto sería fácil, avanzar, madurar, cumplir con las metas, ser un hombre de verdad y llegado el momento de la vejez echar de menos aquellos rayos de sol cuando la penumbra empezaba a invadirlo todo en el silencio del atardecer, mientras mi padre sentado en el viejo banco de madera que había a la entrada de la cuadra sonde se amarraban los caballos, liaba un cigarro.
Lo más difícil era llegar a la plena madurez. Ahora es el momento de empezar a disfrutar todos tus sueños aparcados. Mis nietos lo son todo para mí. Mi vida entera doy por cada uno de ellos, porque verles sonreír ilumina mi mundo y me envuelve en un halo de felicidad, creo que Leo se ha dado cuenta de todo esto que pienso, digo y escribo.
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